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Columna
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La banalidad del bien

Omagh, la película sobre el criminal bombazo en el pueblo norirlandés del mismo nombre, agosto de 1998, donde murieron 29 inocentes, entre ellos dos españoles, es una historia de la vida real -como si hubiera otra clase de vida- y en ello se encierran sus virtudes -técnicas- y sus impotencias -dramáticas-. En realidad, dos filmes en lugar de uno.

Una primera media hora, de excelente reconstrucción de ambientes; personajes esquemáticos y deliberadamente cotidianos; asesinos de uno u otro IRA que van a su negocio con la hosca indiferencia con que se va al trabajo un lunes por la mañana; una anónima familia católica, sujeto de toda la historia; una cámara nerviosa que recoge la rugosidad del detalle, casi como un vídeo de aficionado. Sin otra tensión argumental que la deparada por el conocimiento previo que tiene el espectador del caso. Y, súbitamente, la explosión y la muerte.

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"Se debe negociar la paz sin olvidar a las víctimas"

Una escisión del IRA, que se autodenomina Real -Auténtico- para subrayar que son los que siguen matando, los que no reconocen los acuerdos del Viernes Santo -Good Friday- que han puesto fin a la violencia de los actores oficiales: el IRA de toda la vida y los paramilitares protestantes. El llamado proceso de paz.

Y el filme cambia completamente, aunque se mantenga lo que quiere ser la factura de documento, o mejor de docudrama. La familia Gallagher, de la que no llegamos a saber a ciencia cierta qué piensa de la lucha contra la dominación británica en el Ulster, más allá de que un hermano del padre fue asesinado por el único IRA que había entonces en 1984 -o sea, que no es republicana- y que el hijo mayor ha fallecido en la matanza de Omagh, inicia un combate desigual contra los poderes fácticos por la justicia con mayúsculas: que se castigue a los culpables, a los que, al parecer, conoce todo el mundo, empezando por la propia policía. Pero, entre tanto, la política se entrecruza en el camino de la verdad porque llegar hasta el fondo del asunto pondría en peligro ese proceso de paz.

Si en la primera parte asistíamos a la escenificación de la banalidad del mal, asesinos como indiferentes oficinistas, como dijo Hannah Arendt del nazismo, en la segunda topamos con la banalidad del bien, que se enfrenta a un interés es de suponer que superior, puesto que es la PAZ con mayúsculas lo que está en juego. Y de ahí nace una grave disparidad entre el estilo, que sigue siendo de documento, y una historia mucho más convencional que viene a demostrar lo que ya sabíamos: que la reconstrucción, todo lo fidedigna que se quiera, de una historia no garantiza tensión narrativa, ni calor de los personajes, ni enreda en la trama al espectador. Como la vida misma es el peor eslogan para una historia cinematográfica, si se aplica a pies juntillas.

El trabajo de todos, técnicos, actores, director, es serio, dedicado, profesional, ricamente surtido de mensaje, y, por tanto, con su punto de demagogia inevitable porque los dados están cargados en favor del individuo, que lucha desvalido contra la máquina. Los políticos son malos o por lo menos, cínicos, desaprensivos, intangibles, y la calidad aparece en el hombre de la calle, opuesto al Behemoth del Estado. Ahí es donde el docudrama es mucho más docu que drama, con lo que los personajes se quedan cortos, Irlanda del Norte es un escenario opaco, el IRA una pandilla no se sabe de qué, y los protestantes igual de víctimas que los católicos. Un Ulster, telón de fondo, pero nunca razón de actuar para nadie.

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