Hacia la hora decisiva
Durante muchos años, e incluso en los últimos meses, habíamos creído -o nos habían hecho creer- que el núcleo del debate territorial español era una cuestión de esencias y de símbolos: de si los catalanes constituimos una nación, una nacionalidad, una comunidad nacional o una región, de si podemos invocar o no el derecho a la autodeterminación, de si las matrículas de nuestros coches pueden llevar o no un distintivo propio, de la prelación entre las banderas...; en definitiva, parecíamos estar discutiendo sobre el legado de Recaredo y el testamento de los Reyes Católicos. Pero era un espejismo. Apenas el Gobierno de la Generalitat presentó su propuesta de financiación para Cataluña, se ha visto que lo que de veras importa, lo que excita, encrespa y solivianta es el vil metal. No sólo ni principalmente aquí, en este país fenicio y mercantilista entregado al culto de la pela. Sobre todo allí, en esa España profunda, hidalga y quijotesca, donde al parecer sólo se movilizaban por altos fueros espirituales.
Pues resulta que no. Resulta que, desde el 26 de abril, lo mismo políticos en activo que jubilados (algunos, tan jubilados como el ex presidente andaluz Rafael Escuredo) han corrido a advertir que no aceptarán para sus comunidades ni un euro menos de lo que reciben hoy. Expertos de todo pelaje se han apresurado a sentenciar que el cálculo de las balanzas fiscales es una aberración, y la propuesta catalana de financiación ha puesto en pie de guerra al resto de los presidentes autonómicos -con la honrosa excepción del aragonés Marcelino Iglesias-, ha convulsionado a los dos partidos estatales, ha cosechado un rechazo tan rotundo como generalizado.
Entre las expresiones de ese rechazo, dejaremos de lado por hoy la demagogia quejumbrosa de doña Esperanza Aguirre, el alarmismo grotesco de don Mariano Rajoy y los bramidos jurásicos de don Manuel Fraga. Prescindiremos también de la retórica chulesca y las amenazas tabernarias exhibidas por el presidente Rodríguez Ibarra. Puesto que no se trata de caer en provocaciones ni de alimentar espirales de la tensión, será bueno ceñirse a resumir las respuestas más serenas y educadas que, a lo largo de las últimas dos semanas, han surgido de los ámbitos del PSOE y del Gobierno español.
Nada más conocerse la propuesta elaborada por los consejeros Castells, Huguet y Saura, aquel mismo fin de semana, el presidente del PSOE y de Andalucía, Manuel Chaves, advertía: "La autonomía andaluza no consentirá que singularidades y hechos diferenciales entre comunidades se utilicen como pretexto para alcanzar determinados privilegios". Fuentes anónimas del Gobierno central, por su parte, juzgaban "inasumibles" los puntos básicos del planteamiento catalán, y en la calle de Ferraz lo tachaban de inoportuno y frívolo, habida cuenta de la proximidad de las elecciones gallegas y del debate sobre el estado de la nación. Ya el domingo 1 de mayo, el presidente Rodríguez Zapatero emplazaba a Maragall a defender su modelo en la conferencia de presidentes autonómicos.
Desde ese día, la multilateralidad se convirtió en la gran trinchera argumental de los socialistas españoles: "La financiación autonómica, o se acuerda entre todos, o no habrá sistema nuevo" (Chaves); "el compromiso del presidente Zapatero es con el Estatut", pero "el presidente también se ha comprometido a que la financiación autonómica sea acordada entre todas las comunidades" (María Teresa Fernández de la Vega). Esta objeción procedimental, sin embargo, no ha conseguido enmascarar la radical discrepancia de fondo: "La propuesta de la Generalitat no va en la dirección que buscaba el Ejecutivo central" (Fernández de la Vega); "supone un cambio de modelo" y puede perjudicar a la economía española (Solbes); es "rupturista" (Alfonso Perales, secretario de Política Autonómica del PSOE); es "inaceptable porque pretende sustraer al Estado impuestos que son básicos para la solidaridad" (Chaves). La vicepresidenta del Gobierno lo resumió en Barcelona con una frase tan lacónica como clara: "Vamos a reconocer que los catalanes sois generosos, pero también he de deciros que vais a tener que seguir siéndolo".
Traducido a un lenguaje algo más técnico, el mensaje de los últimos 15 días es que el nuevo Estatuto debería excluir cualquier concreción en materia financiera, que los dineros de la Generalitat seguirán regulados por la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA), que Zapatero propugna un modelo único de financiación autonómica y que, como máximo, el PSOE estaría dispuesto a regatear con el tripartito catalán algún incremento porcentual y normativo en los impuestos ya cedidos. O sea: ni nuevo modelo, ni bilateralidad, ni federalismo; apenas otra pequeña concesión tardía, como las que Jordi Pujol arrancó trabajosamente de los gobiernos de Felipe González y de José María Aznar a partir de 1993.
Así las cosas, y aunque el debate y la negociación vayan a durar aún varios meses, no me parece prematuro advertir que se acerca inexorablemente la hora de la verdad. La hora en que aquel bonito eslogan de marzo de 2004 (Si gana Zapatero, gana Cataluña) pasará el definitivo examen de la realidad. La hora en que el largo equívoco entre la "España plural" del PSOE de Santillana del Mar y la "España federal y plurinacional" del PSC del Tinell tendrá que resolverse. La hora en que tal vez Esquerra Republicana tenga que escoger si quiere ser socio o muleta. La hora en que, pese a todos los malabarismos dialécticos del aparato, el Partit dels Socialistes de Catalunya deberá decidir qué quiere ser de mayor. El pasado domingo, Pasqual Maragall conminó a sus correligionarios a "perder el miedo". Ojalá que le hagan caso.
es historiador.
Joan B. Culla i Clarà
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