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Columna
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Las rentas no son eternas

El presidente de la Generalitat ha fundamentado su larga y exitosa trayectoria política en la discreción. Una cualidad que le ha permitido ocupar puestos de alta responsabilidad institucional, en ocasiones, sin apenas ser visto. Se sabía de su presencia, pero apenas se percibían sus acciones, que existían. De lo contrario, nunca hubiera llegado a presidir el gobierno valenciano. Ese perfil bajo -un estar sin acabar de ser- le ha resultado muy provechoso a Francisco Camps; pero no está nada claro que esa variable del dontancredismo pueda seguir siéndole útil si se obstina en mantenerla caiga quien caiga.

Durante los dos años de su mandato presidencial, Camps ha sufrido todo tipo de adversidades políticas, internas y externas, pese a lo cual las encuestas dan por hecho que volvería a revalidar su mayoría absoluta si las elecciones se celebraran ahora mismo. La incapacidad de una oposición para configurar una alternativa convincente, la distorsión de la política (y la política en sí) del gobierno de Rodríguez Zapatero y el abuso de un victimismo basado en el agravio permanente y la reivindicación del agua bastan para mantener a raya a los socialistas. En este contexto parece lógico dejarse llevar y mantener el statu quo. Cualquier cambio que efectuara podría interpretarse como el reconocimiento de que algo no funciona en el Consell, y es cosa sabida que la palabra crisis no existe en el vocabulario presidencial.

Mejor, pues, hacer ver qué no ocurre nada y endosarle las responsabilidades al sector zaplanista, siempre tan inquieto (ayer, por cierto, los seguidores del ex presidente de la Generalitat se empeñaron en darle la razón a Camps, actuando como una secta al aparecer cual falanges macedonias en defensa de su compañera Gema Amor), aunque en esta ocasión su responsabilidad no fuera mayor que la de la consejera de Turismo, Milagrosa Martínez, que les metió el dedo en el ojo a 3 alcaldes por no ser de su cuerda.

El presidente hace mal al ningunear los hechos recientes. La filtración de una anécdota, que eso y no otra cosa fue, ocurrida en un pleno del Consell no es cosa nueva; pero sí que aparezca en todos los medios a la vez. Es un síntoma de algo mucho más profundo: La constatación, negro sobre blanco, de que existe una crisis institucional que va más allá de las tradicionales riñas de patio de vecindad que se llevan campistas y zaplanistas. Lo mismo que las declaraciones del consejero Rafael Blasco afirmando que algunos miembros del Consell no están a la altura de la lealtad hacia el presidente que de ellos se espera. Blasco, dígase lo que se quiera, está reclamando a Camps que efectúe una crisis de gabinete, abandone ese perfil bajo que tan bien le ha ido en esta vida y asuma las riendas en el partido y en el gobierno para encarar la recta final. Porque la realidad es que al actual Consell le falta fuelle y dirección política y le sobran broncas. Y el presidente debe tomar una decisión: Sublime o ridícula; pero una decisión.

Las rentas que proporcionan una oposición inane y un victimismo aldeano no son eternas. La crisis, la económica también, existe. Y tras Galicia, la Comunidad Valenciana.

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