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País con goteras

La reconfiguración política y administrativa del Estado español constituye un proceso vertiginoso en el que todos estamos embarcados, aunque no nos demos cuenta. Es ésta una dejación de responsabilidades muy típica de la sociedad española. Se supone que el asunto sólo tiene que ver con los políticos y que ellos ya se apañarán. En efecto, así es: se lo apañarán. Un mal día descubriremos que toda esa discusión del ámbito fiscal autonómico se salda sin vencedores ni vencidos, pero con unos perjudicados claros: nosotros. Quiere decirse que la administración central, y en su nombre el gobierno, no va a renunciar a ninguno de sus ingresos. Hay demasiados intereses -y asesores- en juego. Como las comunidades autónomas y su caterva de paniaguados no pueden quedarse sin tocar bola, ya verán cómo al final todo queda en nuevos impuestos autonómicos -ésa y no otra es la famosa solución canadiense que tanto se nos encomia-, con los que se callará la boca a las autonomías, a cada una en proporción directa a su avidez, que no a sus necesidades. Hasta puede que los municipios, los parientes pobres del festín, reclamen su tajada en el mismo. Una vez puestos a ello con el reciente subidón de las contribuciones urbanas, cualquier cosa es posible. Pero, repito, aquí no se inmuta nadie. Aún está por ver que alguna cadena televisiva organice un debate popular sobre el tema o que alguna universidad monte unas jornadas sobre el particular.

La gente habla, ciertamente, pero suele errar la diana. En la peluquería, en el supermercado, en los bares, en la cola del autobús, unos y otros repiten obsesivamente lo mismo. Están hundiendo España, dicen. En otras peluquerías, supermercados, bares y paradas de autobús también hay quienes se agitan, ahora porque están hundiendo Cataluña o el País Vasco o nos acabamos de enterar, la Comunidad de Madrid. ¡Vaya por Dios! Menos mal que el presidente Camps ha dicho en EE UU que en Europa está pasando una cosa importante, que se llama España, y que en España está pasando una cosa importante, que se llama Comunidad Valenciana. En su honor tengo que reconocer que pocos políticos se permiten tanto optimismo y, sobre todo, tanta generosidad territorial (las presentaciones de nuestros gestores autonómicos en el extranjero, y he asistido a alguna que otra, suelen consistir en una penosa exaltación de valores provincianos ante un auditorio cautivo que ha venido por el vino y el ibérico, nunca por saber de una región cuya existencia ignoraba). Lástima que nuestro presidente no frecuente esas peluquerías, supermercados, bares y autobuses. Si lo hiciera, descubriría que todo va mal y que están hundiendo nuestro país (como en las encuestas, dejo la casilla en blanco: que cada cual ponga el país que le cuadre).

A pesar de todo, en mi opinión, la cosa no tiene que ver con el fuero, sino con el dinero. Sí, ya sé que ZP está tratando fatal a los vascos y también que ZP está tratando fatal a los madrileños. Eso sin contar con lo que les quiere hacer a los catalanes, que es una vergüenza, aunque casi nada si lo comparamos con la encerrona que les está preparando a los extremeños. Por eso, aquí se han inventado lo de la cláusula mágica: sabia precaución. Seremos a la vez catalanes y vascos, extremeños y madrileños: así ya se puede ser optimista. Pero vayamos a lo del dinero. Visto que el café para todos no cuela, ahora se trata de saber quién paga de más y quién paga de menos. A primera vista parece sencillo, pero luego resulta que no lo es. Por ejemplo, mi colega Ezequiel Uriel ha demostrado con un abrumador y aburrido montón de cifras, de esas que nos asustan a los de Letras, que ese País Vasco en el que su lehendakari dice que se vive tan bien, nos debe a los demás un verdadero dineral. Vamos, que lo del cupo es un timo y que funciona un poco como los jóvenes de ahora, muy independientes y eso, pero pagando los viejos. Lo de Cataluña es otra cosa, claro, pero aparte de que, también según Uriel, pagan en exceso bastante menos de lo que dicen, habría que preguntarse por qué. Hay quien sostiene que los demás estamos pagando el pecado original de un proteccionismo decimonónico a la industria textil catalana, el cual impidió a otras regiones desarrollarse industrialmente por sí mismas y obligó a la gente a emigrar. No parece ninguna tontería. Ahora mismo, este esquema se ha repetido en Madrid y las facilidades financieras y de infraestructura, que sucesivos gobiernos dieron a las multinacionales para instalarse en la capital, la han convertido en sede de las mismas para el sur de Europa, con grave perjuicio de Cataluña, de Andalucía, de la Comunidad Valenciana y de todos los demás. Vamos, que obligar a nuestros abuelos a comprar camisas de Sabadell mucho más caras que las de Manchester fue un abuso y obligar a nuestros hijos a tomar el avión en Barajas para seguir un curso de inglés en Nueva York sigue siendo un abuso. Los de provincias no levantamos cabeza a lo que se ve.

La pregunta del millón es qué podemos hacer. Por lo pronto tranquilizarnos. Después, preguntarnos si esto era inevitable. Porque existen muchos países en el mundo con una pluralidad lingüística y cultural parecida a la de España, y aún mayor, sin que el barco común parezca estar a punto de desencuadernarse a cada momento. Así la India, así Suiza, así los EE UU. ¿Cuál es, pues, el problema? Les voy a dar mi opinión que -lo prometo- no me han soplado ni en la peluquería ni en el supermercado ni en el bar ni en la cola del autobús. El problema es que las diecisiete comunidades autónomas de que se compone el Estado español no son equivalentes ni por asomo, y es inevitable que se les dispense un trato asimétrico. No obstante, al mismo tiempo, la asimetría es moral y políticamente una barbaridad, pues supone un trato discriminatorio. He aquí la madre del cordero, el nudo gordiano que ningún político español ha conseguido desatar hasta ahora, tal vez porque la propia sociedad no lo tiene claro. Pasa un poco lo que en las familias. Todos los hijos son iguales, pero a todos no se les puede dar lo mismo. El débil, por menor de edad o porque su suerte en la vida fue peor, necesita más; el fuerte necesita menos desde el punto de vista material, pero más desde el representativo. Pocos padres aciertan en el tratamiento y es frecuente que se les vaya la mano, bien alabando desmesuradamente al triunfador y humillando a los demás, bien repartiendo sus bienes con manifiesta predilección por estos últimos. Sólo se me ocurre una cosa. Cuando hay goteras, y nuestra casa tiene muchas, es inútil acudir a taponarlas de una en una, pues suelen correrse a otras partes del techo y lo que arreglas aquí se descompone allá. La única solución estriba en acometer un retejado global. Por eso, imagino que ZP se habrá arrepentido muchas veces del exceso de facundia verbal que en el calor de un mitin le llevó a prometer que incorporaría a la Constitución las reformas de los Estatutos de Autonomía. Porque eso vale tanto como institucionalizar las goteras. Así hasta que se hunda el techo y nos quedemos todos con las vergüenzas al aire.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)

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