Sólo son secretos
Como sucedía en La mitad del alma de Carme Riera, en esta novela de Javier Sebastián (Zaragoza, 1962), Veinte semanas, el azar pone en manos de su protagonista la búsqueda de un secreto en el pasado de su madre. Y como también ocurría en la novela de Riera, aunque menos pronunciado, en la del escritor afincado en Barcelona una intriga de espionaje ata las peripecias de un relato que se desarrolla con una vocación de indagación psicológica. Sebastián se dio a conocer en los noventa con La casa del calor, una novela que insinuaba un carácter narrativo personal, un mundo de ficción trabado sólidamente con una escritura segura. Después vinieron El hombre constante (1998) e Historia de invierno (2000), que no hicieron sino confirmar su talento.
VEINTE SEMANAS
Javier Sebastián
Espasa. Madrid, 2005
203 páginas. 18,90 euros
En Veinte semanas, Sebastián arma su novela con un trasfondo de realidad histórica: la participación española, más especialmente de sus servicios de inteligencia, en la lucha por copar el mayor mercado posible de influencia en la reciente independizada Guinea Ecuatorial del dictador Macías. En este contexto nos propone la historia de dos secretos que la protagonista, Fátima Moreo, tendrá que develar. En el fondo, la novela es la historia de Carmen Álvarez, madre de Fátima, una mujer que casada con un militar en los años sesenta encuentra por casualidad un espacio inesperado para vivir otra vida. El amor que halla en otro hombre no es la huida de ninguna rutina, ni de ningún pesaroso rol de mujer enclaustrada en las obligaciones maritales. (Para la época, el perfil de Carmen Álvarez resulta insólitamente liberal). El azar le pone en el camino una libertad diferente. No estamos hablando de infidelidad, sino del conocimiento de un inédito juego sensual. Hay dos cuestiones dañinas para la novela. Una tiene que ver con el hecho de que Carmen Álvarez tiene más relevancia narrativa cuando es evocada en los relatos que se cruzan (reunidos todos en una sutil e impecable voz omnisciente) que cuando hacia el final del relato hace su aparición casi en pantuflas. Si dicho desajuste tiene que ver con alguna intención irónica, o no está bien resuelta o el que esto escribe no la supo apreciar. La segunda cuestión es la intriga de espionaje. Excesiva, y en su afanosa truculencia se ve que el autor, lejos de dominarla, se ha dejado dominar por ella. Lo que quiero decir es que en esta fallida novela hay dos tonos que chocan, como si el de las risibles peripecias de los espías envenenadores (con trufas) de opositores al régimen de Macías rebajasen hasta mínimos la temperatura moral y sentimental de la historia que estábamos dispuestos a disfrutar. El riesgo de estas apuestas es alto. Casar espionaje, geopolítica e historia de amor exige un oficio contrastado. Y por sus buenas novelas anteriores, Javier Sebastián está obligado aspirar a mucho más.
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