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Lesa humanidad y seis siglos de prisión

Una condena a 640 años de prisión para el represor argentino Adolfo Scilingo, de la que, según especifica la propia sentencia, sólo habrá de cumplir un máximo de 30 (cifra que en su día se verá muy disminuida por razones biológicas y legales, pues su edad actual es de casi 60), constituye sin duda una sentencia histórica, pero no tanto por su enorme cuantía como por su excepcional significación.

Como es sabido, el principio de justicia universal, en su acepción más ambiciosa y utópica, resulta muy fácil de definir: todo individuo que, en cualquier lugar del mundo, incurra en delitos de lesa humanidad, con toda independencia del lugar y la fecha de los crímenes, y de los puestos o cargos que ocupe, y del lugar donde sea capturado, debe ser juzgado y condenado con arreglo a los requisitos del debido proceso y según las exigencias establecidas por el derecho internacional de los derechos humanos, por aplicación efectiva de los Convenios Internacionales contra el Genocidio, contra la Tortura, etc., eficazmente articulados con las leyes nacionales. Cosa fácil de decir, de escribir, de enseñar en las aulas. Pero tan difícilmente practicable que, casi siempre, resulta imposible de llevar a la realidad. Logro que, sin embargo, sí se ha conseguido en esta ocasión.

En un curso de verano de la Universidad Complutense, teniendo a nuestro lado en la mesa al juez Baltasar Garzón, tras finalizar las ponencias, alguien inició el coloquio con esta pregunta directa: "¿Cuándo calcula usted que llegaremos a tener implantado en el mundo el principio de justicia universal?". La respuesta del juez fue taxativa e inmediata: "Nunca". En efecto, las limitaciones intrínsecas de nuestra naturaleza, tanto en lo individual como en nuestras estructuras sociales y políticas, nos impiden aspirar a ese logro en términos absolutos, a esa implantación general, a ese logro tan deseable como imposible. Pero, en cambio, lo que sí resulta posible, y deseable, y -más aún- obligado, es el acercamiento a esa meta, el avance imparable, permanente, inexcusable, hacia ese logro, situándonos cada vez más próximos a él, aun a sabiendas de que no llegaremos a alcanzarlo jamás en su plenitud.

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El juicio y condena a Scilingo -de ahí su enorme importancia- se sitúa precisamente en esa dirección, en ese recto sentido, en esa ineludible obligación. Recordemos como referencia comparativa, y para subrayar a continuación el hecho que marca la diferencia, que en 1990 la justicia francesa juzgó al tristemente famoso Alfredo Astiz (ex marino y miembro, como Scilingo, del siniestro 'grupo de tareas' que actuaba en la Escuela de Mecánica de la Armada) por su activa participación en el secuestro, tortura y asesinato de las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet en 1977. Astiz fue condenado en ausencia a prisión perpetua por la Cour d'Assises de París. Posteriormente, la justicia italiana procesó y juzgó a dos mandos del Ejército chileno (general Contreras y coronel Iturriaga, jefes de la DINA a las órdenes directas de Pinochet) por su participación en el atentado en Roma contra el anciano dirigente democristiano chileno Bernardo Leighton y su esposa, de cuyas heridas no llegaron a reponerse nunca hasta su fallecimiento. Ambos jefes fueron sentenciados respectivamente, también en ausencia, a 20 y 18 años de prisión. A diferencia, por tanto -enorme diferencia-, del caso que ahora nos ocupa, aquellos juicios y condenas se produjeron sin la captura ni comparecencia de los acusados, pues las legislaciones de Francia e Italia permiten ese tipo de proceso judicial. La justicia española, más restrictiva, exige la comparecencia del acusado, sin la cual no cabe la celebración del juicio oral.

Y aquí es donde radica el profundo significado del caso Scilingo. Por primera vez, unos crímenes cometidos hace casi treinta años, a 12.000 kilómetros de distancia, cuya impunidad se vio largamente protegida durante décadas (por unas leyes locales arrancadas en su día bajo la irresistible presión militar), son ahora juzgados aquí, en el centro de Madrid, en presencia del propio procesado, que resulta justamente condenado por su actuación criminal. Mientras, otro represor argentino, Ricardo Miguel Cavallo, también ex marino de guerra, también destinado aquellos años en la ESMA y también acusado de graves crímenes contra la humanidad -esta vez existen testigos que fueron personalmente torturados por él-, en su día extraditado desde México, permanece encarcelado, como Scilingo, en Soto del Real, en espera de comparecer, previsiblemente dentro de pocos meses, ante la misma Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional.

Ciertamente, los delitos de Scilingo le hacen acreedor de varios siglos de prisión. Aun así, nos consta que este peculiar ex marino no es lo peor que circula por el mundo en materia de crímenes contra la humanidad. Al menos éste, cuando todavía no pesaba contra él ninguna imputación, tuvo dudas, remordimientos, problemas morales que le hicieron dirigirse repetidamente por escrito a sus más altos jefes, pidiendo a posteriori explicaciones sobre aquellas órdenes que cumplió. Explicaciones que, obviamente, nunca recibió. Por oscuras razones se presentó voluntariamente para declarar en Madrid, donde fue detenido y procesado. Pero sigue siendo cierto que participó de lleno en la maquinaria represora, secuestradora, torturadora y asesina, puesta en marcha por su institución, en un país cuya Constitución prohibía el secuestro, la tortura y la ejecución extrajudicial. Participó personalmente en actividades absolutamente criminales, arrojando al mar a hombres y mujeres vivos, previamente torturados, y finalmente drogados para facilitar la operación final. Se merece sus seis siglos de condena y sus años reales de prisión (todos los que permita la ley). Pero, ¿qué es lo que merecen entonces aquellos que concibieron los planes represivos, los concretaron, dieron las órdenes desde las cúpulas militares y lanzaron a su orgía de crímenes a miles de Scilingos de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire?

No olvidemos que por las calles de Argentina, Chile y Guatemala -sin perjuicio de otros lugares- se pasean en libertad sujetos mucho más indeseables que éste, responsables mucho más directos de crímenes mucho más numerosos, y de una gravedad tan monstruosa y tan desalmada que les hace acreedores de unas condenas carcelarias no ya de siglos, sino de milenios. Tantos que, incluso en numerosas vidas o reencarnaciones sucesivas que tuvieran, difícilmente podrían llegar a cumplir. Como ejemplos destacados ahí están, todavía sin sentencia alguna, el general Pinochet y, muy principalmente, los generales guatemaltecos Romeo Lucas García y Efraín Ríos Montt, responsables de miles de atrocidades entre 1978 y 1983, cuya abominable crueldad supera todo lo visto en América Latina en su totalidad.

Ocupémonos, sí, de Scilingo, pero no olvidemos a quienes fueron mucho más criminales que él.

Prudencio García es investigador y consultor internacional del INACS. Autor de El drama de la autonomía militar: Argentina bajo las Juntas (Alianza).

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