_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Dios y el César

La aprobación hace dos semanas por el Congreso del proyecto de reforma del Código Civil que abre la institución matrimonial a personas del mismo sexo reactivó la ofensiva desatada desde hace meses por la Iglesia católica para interferir la autonomía del Parlamento como órgano de la soberanía nacional en el marco de la Constitución y del Estado de derecho. A comienzos de año, el arzobispo de Pamplona hacía sonar la alarma respecto a la ley en tramitación y advertía sobre sus consecuencias: "Es posible que nos encontremos dentro de poco con una verdadera epidemia de homosexualidad". Monseñor Fernando Sebastián llamaba al combate para impedir la inminente catástrofe: "La sociedad española tiene que defenderse, rechazando por todos los medios legítimos que estén en su mano esta decisión del Gobierno que de ninguna manera puede entenderse ni justificarse".

El cardenal emérito Ricard Maria Carles dirige ahora esas predicciones hacia el absurdo mediante una inferencia disparatada: "Obedecer la ley antes que la conciencia lleva a Auschwitz". Es cierto que la prohibición legal de los matrimonios entre arios y judíos precedió a las cámaras de gas; sin embargo, carece de lógica -incluso eclesiástica- afirmar que la autorización legal de los matrimonios entre personas del mismo sexo constituya el primer paso hacia un holocausto, cualesquiera que sean sus víctimas. Una vez aprobada por el Congreso, el objetivo de la campaña de la Santa Sede contra la reforma del Código Civil será dificultar la ratificación del proyecto por el Senado (donde el PP roza la mayoría absoluta) y calentar motores para una movilización social orientada a forzar -una vez promulgada la norma- la objeción de conciencia o la desobediencia civil (los obispos no parecen tener muy claras las diferencias entre ambas instituciones) de los funcionarios y cargos públicos encargados de aplicar la nueva ley.

La provocadora anomalía de que los portavoces del Estado vaticano -que mantiene relaciones diplomáticas con España regidas por el Derecho Internacional- lleven a cabo esa intromisión en la política legislativa de un Gobierno legítimamente elegido en las urnas queda agravada por el estricto sometimiento jerárquico de los obispos de nuestro país a las instrucciones procedentes de la Santa Sede. De este modo, la Jerarquía Eclesiástica española actúa como correa de transmisión de unos mensajes enviados desde fuera de nuestras fronteras con propósitos políticamente coercitivos: conminar a los parlamentarios católicos para que se opongan a un proyecto de ley; ordenar a los funcionarios y cargos públicos de esa creencia religiosa incumplir leyes que tienen el deber constitucional de aplicar; incitar a los electores a presionarlos en tal sentido.

La respuesta evangélica dada por Jesús -"Lo del César devolvédselo al César y lo de Dios, a Dios" (Mateo, 22, 21)- bastaría para rechazar esa indeseable confusión entre poder secular y celestial. En cualquier caso, la capacidad del Vaticano para dirigir a golpe de hisopo el funcionamiento del sistema democrático español -tal y como ocurrió con catastróficos resultados durante la II República- se halla actualmente debilitada. La militancia partidista se cruza con el pluralismo ideológico, religioso y de costumbres de una sociedad compleja con múltiples identidades superpuestas: un diputado autonómico del PP valenciano ha hecho pública su homosexualidad y su conformidad con el proyecto socialista. Aunque algunos alcaldes populares se colocaron en posición de firmes al oír las consignas eclesiásticas y anunciaron su propósito de boicotear la aplicación de la ley, la dirección del PP y la gran mayoría de sus cargos públicos municipales han marcado las distancias respecto a esos legionarios político-religiosos, sin perjuicio de seguir oponiéndose parlamentariamente a su texto. En una sociedad democrática el desacuerdo con el contenido de una norma no implica su incumplimiento: el ámbito de la objeción de conciencia de los cargos públicos ampara sólo la ruptura de la disciplina de voto dentro de los grupos parlamentarios, tal y como hará el alcalde socialista de A Coruña en el Senado y tal como hizo -en sentido contrario- la diputada del PP Celia Villalobos en el Congreso.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_