_
_
_
_
Reportaje:

Un líder con exceso de convicciones

We don't do God" ("No hablamos de Dios"), interrumpió el director de comunicación de Tony Blair durante una entrevista de su jefe con un periodista norteamericano. Fue una intervención a todas luces grosera. Hasta ese momento, el director de comunicación, Alastair Campbell, había estado presente en la habitación sin decir nada. Pero cuando el periodista, de la revista neoyorquina Vanity Fair, pretendió interrogar al primer ministro británico sobre su fe cristiana, Campbell respondió como perro pavloviano. Ladró al periodista, y a su jefe, dejando claro que de eso no se hablaba.

Lo curioso es que Blair apenas parpadeó. Hizo exactamente lo que le pidió Campbell. Se negó a hablar de Dios, cuando lo normal hubiera sido que Blair no sólo ignorase la advertencia de su impertinente asesor de imagen, sino que al día siguiente lo despidiera. Porque Blair, a diferencia de la enorme mayoría de sus compatriotas, sí habla de Dios, y con un fervor igualable al de su amigo y aliado George W. Bush. Es, con diferencia, el primer ministro británico más religioso en cien años; el primero en ir a misa, sin falta, cada domingo. Pero Campbell no pagó por su pecado. La entrevista se hizo en abril de 2003, y Campbell, ateo declarado, permaneció en su puesto hasta agosto de ese año, obligado por fin a dimitir tras las revelaciones del papel que había jugado en el maquillaje de los argumentos públicos a favor de la participación británica en la guerra de Irak.

Una docena de personas que han analizado a Blair, admiradores y detractores al 50%, coinciden en que calificarlo de mentiroso es simplificar las cosas
La decisión del primer ministro de enviar soldados británicos a matar y morir en la guerra de Irak será la que defina el lugar que ocupa en la historia
Según una encuesta de 'The Guardian', periódico que simpatiza con el laborismo de Blair, un 44% de la población opina que es un mentiroso
Ser creyente de manera ostentosa en el Reino Unido es ser un bicho raro; va en contra del escepticismo e ironía que en gran medida definen el carácter nacional

La anécdota va al meollo de la gran pregunta que se hacen los británicos sobre el primer ministro la semana previa a unas elecciones generales que ganará no por méritos propios, no por la estima con la que le ve el electorado, sino porque su Gobierno ha sabido administrar bien la economía. Pero Blair, el individuo, ¿es tan honesto como presume ser? ¿O es un personaje resbaladizo en el que no se puede confiar? Según una encuesta publicada el jueves en The Guardian, periódico que simpatiza con el Partido Laborista de Blair, un 44% de la población opina que el primer ministro es un mentiroso. Tan difundida está esta percepción que el Partido Conservador la ha convertido en la punta de lanza de su campaña electoral. "Si está dispuesto a mentir para llevarnos a la guerra", afirma la consigna conservadora, "está dispuesto a mentir para ganar unas elecciones".

La verdad es más curiosa, más compleja, más interesante. EL PAÍS entrevistó en Londres a una docena de personas que han estudiado de cerca el fenómeno Blair, algunos de ellos -políticos y altos funcionarios del Gobierno- gente que ha llegado a conocerle muy bien personalmente. La mitad eran admiradores; la otra mitad, detractores, pero en lo que todos estaban de acuerdo era en que acusar a Blair de ser un mentiroso descarado era simplificar las cosas demasiado. De lo que nadie dudaba, por otro lado, era de que el exagerado énfasis que Blair había dado a "la presentación" desde su llegada al poder en 1997, la manera casi servil con la que se había dejado guiar por Campbell, había contribuido a crear el clima de sospecha que hoy día le rodea.

"Mucha gente se siente insultada, en algunos casos se podría decir que hasta siente repulsión, ante lo que perciben como la discrepancia entre su visión de sí mismo como el baluarte de la moral y su ceguera ante sus motivaciones reales y sus prejuicios", dijo Anthony Seldon, autor de la biografía más extensa y detallada escrita sobre Blair hasta la fecha. "Se proyecta como un hombre moralmente incapaz de hacer nada mal, pero esto le deja terriblemente vulnerable a los ataques de sus opositores cuando él y su corte se comportan de una manera que no está a la altura de la virtud que pregona".

Distancia

El caso en el que se ha visto de manera más espectacular la distancia entre la imagen que da de sí mismo y la realidad objetiva ha sido la guerra de Irak. La decisión de enviar a soldados británicos a matar y morir en aquel país será la que defina su lugar en la historia. Blair dijo que había que derrocar a Sadam Husein porque tenía armas de destrucción masiva que suponían una amenaza inminente para el Reino Unido y Occidente. A diferencia de Bush, no sólo lo dijo en discursos preparados, sino que además tuvo el coraje de hacerlo debate tras debate en el Parlamento y en televisión, muchas veces en directo y en el contexto de debates públicos ante personas ferozmente opuestas a su punto de vista. Siempre invirtió en sus argumentos una buena dosis de moralidad. Siempre quiso hacer cómplices a sus compatriotas en lo que él evidentemente veía como una gran cruzada en pro del bien. Además, Blair, mucho más necesitado que Bush de convencer a su electorado de que la guerra estaba justificada, publicó su famoso informe en el que recopiló los argumentos más fuertes de sus servicios de inteligencia a favor de la necesidad imperante de actuar contra Sadam. Como se vio después, no sólo se equivocó absolutamente en cuanto al poderío nuclear, químico y biológico de Sadam, sino que las "pruebas" del informe habían sido seleccionadas de manera premeditada para presentar una guerra opcional como guerra necesaria. Como dice el biógrafo Seldon, "se exprimió la última gota de la materia prima [de los servicios de inteligencia] para que la justificación para la guerra fuera la más fuerte posible".

¿Mintió, entonces, o no mintió? Roy Hattersley, uno de los críticos más beligerantes de Blair, opina que no. Hattersley, veterano diputado y ex ministro laborista, fue considerado como el mentor de Blair durante sus comienzos en la política. Pero con el tiempo se distanció de él. La famosa "tercera vía" de Blair, que tanto entusiasmó durante un tiempo a la izquierda europea, nunca convenció a Hattersley, uno de los grandes intelectuales del laborismo. "Siempre pensé que era un artilugio, no una filosofía política, sino una nueva fórmula para ganar elecciones para gente con tendencias derechistas que no llegaban al extremo de pertenecer al partido conservador", dijo Hattersley que, antes de que Blair asumiera el control de su partido, fue considerado un hombre de centro-derecha dentro del laborismo y que hoy cree que Blair ocupa una posición a la derecha de Margaret Thatcher. "Claro, hoy día todo el mundo está de acuerdo en que la tercera vía nunca tuvo sustancia. ¿Ve? Ha desaparecido".

Pero cuando a Hattersley se le pregunta si comparte la opinión de que Blair es un mentiroso responde de manera tajante: "No es verdad. Es uno de los políticos más sinceros que he conocido en mi vida. Mi problema con Blair no es que no crea lo que dice, sino que se equivoca en lo que cree. Sus errores parten de un exceso de convicción. En el caso de Irak no mintió. Lo que ocurre es que cree lo que se quiere creer. Tiene un toque mesiánico. Está convencido de que lo que dice su conciencia es la verdad objetiva".

Hay algunos que ven en este mesianismo un elemento de locura, una desconexión entre el mundo mental de Blair y el mundo real. Andreas Whittam Smith, que fue fundador y director del Independent, ejerce hoy el curioso papel de comisionado de la Iglesia anglicana, lo que significa que es la persona responsable de administrar los 6.000 millones de euros de patrimonio que posee la Iglesia. Whittam Smith fue nombrado por Blair y, como Blair, es un cristiano devoto. Pero no ha permitido que estos factores nublen su visión de un primer ministro que, según él, padece "una condición mental grave". "Ha perdido la facultad de distinguir entre la verdad y la falsedad. Tiene una costumbre que lo delata cuando habla. Siempre lo ves constantemente en sus declaraciones, dice que algo es cuando realmente lo que quiere decir es que debería ser. En otras palabras, ve el mundo no como es, sino como cree que debería ser".

Whittam Smith, que sigue escribiendo columnas en periódicos importantes británicos, ha hecho un repaso minucioso de esta tendencia y la ha desvelado en múltiples casos, tanto en política nacional como exterior. "El caso de Irak es el más notable, claro," dijo. "Blair lo disfraza como una gran misión moral cuando la realidad es que sólo hay un motivo detrás de la decisión de participar en la guerra de Irak: que los americanos fueron a la guerra en Irak".

Un personaje inusual

Robert Jackson, uno de los admiradores más fervientes de Tony Blair, revela lo complicado que es adoptar posiciones simplistas en cuanto a la sinceridad, o no, del primer ministro británico. Jackson es un personaje inusual en la política: conservador de toda la vida, diputado electo en el Parlamento de Westminster, abandonó su partido en enero de este año y se incorporó al partido laborista. Lo hizo porque consideró (y en esto Roy Hattersley no estaría en desacuerdo con él) que Tony Blair era más digno y capaz representante de sus principios que el partido conservador. Lo curioso, en cuanto a Irak, es que está de acuerdo con Whittam Smith en que la motivación real de Blair para ir a la guerra era su deseo de fortalecer la alianza con Estados Unidos. La diferencia está en que Jackson considera que ésta es una excelente idea.

"Blair no lo puede decir en público, claro", dijo Jackson, que se acaba de retirar de la política, "pero la política exterior británica desde la I Guerra Mundial ha sido básicamente que debemos permanecer lo más cerca posible de los americanos para influir su política y asegurarnos de que no hagan las cosas mal. Después del 11 de septiembre, el ambiente en Washington se puso muy peligroso, y Blair vio la necesidad de apoyar a Bush en Irak porque sólo de esa manera íbamos a poder persuadirlos de que no hagan tonterías en lugares como Siria e Irán. Creo que Blair ha acertado de manera notable. Hoy, la política exterior de Bush parece que ha sido dictada desde 10 Downing Street".

No todo el mundo estaría de acuerdo con eso, aunque la opinión de dos asesores en política exterior de Blair es que la Administración de Bush se está mostrando más proclive a escuchar las opiniones de Blair en su segundo mandato que en el primero. Los dos asesores, entrevistados por separado, no discutieron que la decisión de ir a la guerra se basaba fundamentalmente en la percepción de que no se podría dejar a los americanos que actuaran solos en el mundo árabe. "Aunque también es verdad que Blair estaba sinceramente convencido, como lo estaba medio mundo", dijo uno de los asesores, "de que Sadam sí poseía armas de destrucción masiva y de que era un dictador sangriento que debería ser derrocado por el mal que había hecho a su gente". El otro asesor, un ex embajador de alto rango, dijo que la posición de Blair en cuanto a tiranos como Sadam era que "si podemos derrocarlos, como en este caso, debemos hacerlo".

Con estos grandes objetivos en mente, dijo el primer asesor de Blair, no se puede negar que a veces se exageró la realidad, que el Gobierno fue económico con la verdad. El segundo asesor no discrepó con ese punto de vista tampoco, pero agregó, con mucho convencimiento, que "siempre defendería a Blair en cuanto a sus buenas intenciones".

Peter Wilby, uno de los personajes de la prensa que han criticado a Blair más duramente, tiene una respuesta muy sencilla a ese argumento: "¡Todos tenemos buenas intenciones!". Wilby es director del New Statesman, una conocida revista política semanal considerada hace mucho tiempo como "la biblia del laborismo". Los lectores de la revista pertenecen a lo que él llama la izquierda pensante. El New Statesman pidió a sus lectores que dijeran por correo electrónico por qué partido votarían en estas elecciones y por cuál habían votado en las anteriores. Mil respondieron. Resultó que el 50,5% había votado por el Partido Laborista en 2001, y el 17,9%, por el Partido Liberal Demócrata, que teóricamente está a la derecha del laborismo, pero a la izquierda de los conservadores. Hoy, los lectores del New Statesman han evidenciado un cambio en sus lealtades políticas espectacularmente brusco. Sólo un 28,4% votará por el Partido Laborista; el 34,3% votará por los liberales demócratas.

"Con mucha diferencia, el factor determinante para nuestros lectores ha sido la guerra en Irak y la percepción de que Blair los ha engañado", dijo Wilby. Pero ¿los engañó de manera calculada, o padece una especie de locura, como cree Whittam Smith?

"Quizá todos los jefes de Gobierno se vuelven así después de cierto tiempo en el poder. Tienes que creer, así que crees. No creo que esté más loco que otros que han estado tanto tiempo en el poder". ¿Entonces ha mentido? "No de manera descarada. Han sido mentiras idealistas, justificadas porque sirven una causa justa. Blair se ha convencido de que está haciendo la obra de Dios. Con lo cual, dentro de su forma de pensar, todo lo que se haga con el fin de cumplir los propósitos de Dios no sólo es perdonable, sino necesario". "Su cristianismo es absolutamente sincero", insistió Roy Hattersley. "Realmente cree que lo que hace está determinado por sus convicciones religiosas. Es muy devoto y reza mucho y cree que en todo lo que hace le guía una fuerza moral con connotaciones religiosas". Ni el papa Juan Pablo II, con quien se entrevistó en Roma en febrero de 2003, pudo convencerle de que abandonara sus planes de guerra. Tampoco pudieron los líderes de su propia Iglesia anglicana, en la que se confirmó en la Universidad de Oxford con 20 años, habiendo sido hasta ese momento otro no creyente más en un país donde los cristianos practicantes son vistos como una excéntrica minoría. Por eso Alastair Campbell advirtió a Blair que no hablara de Dios en aquella entrevista con Vanity Fair. Campbell, que trabajó en la prensa sensacionalista inglesa antes de llegar a Downing Street, entiende mejor que nadie que la gran mayoría del electorado británico es, como él, indiferente a los misterios e incrédulo ante las promesas de la religión -cualquier religión-. Ser creyente de manera abierta, ostentosa, en el Reino Unido es ser un bicho raro; es ir en contra del escepticismo, ironía y reserva que en gran medida definen el carácter nacional. Lo ocurrido con Vanity Fair era la versión pública de una escena que se había repetido muchas veces en privado en 10 Downing Street. Varias veces, Blair ha propuesto hacer una referencia cristiana, al estilo de los políticos norteamericanos, en sus discursos. Campbell siempre le ha dicho que no. A unos meses de comenzar la guerra de Irak, por ejemplo, Blair propuso acabar un discurso con las palabras "Que Dios os bendiga". Los gritos de discordia de Campbell pusieron fin a la idea.

Una vez, Blair se coló. Fue con el Sunday Telegraph en 1996, cuando todavía era líder de la oposición laborista. Es la única entrevista que Blair ha hecho en la que ha profundizado en su fe cristiana. (Campbell la consideró un grave error y juró que nunca se volvería a repetir). El momento más revelador de la entrevista fue cuando Blair confesó que le fascinaba el personaje de Poncio Pilatos. El procurador romano que condenó a Jesucristo a muerte es "el político arquetípico", dijo Blair, "atrapado en el eterno dilema... la contienda entre el bien y el oportunismo".

El clásico ejemplo moderno, continuó Blair, lo daba su compatriota Neville Chamberlain, el primer ministro que en 1938 firmó un pacto de paz con Adolf Hitler. Chamberlain eligió la opción fácil, cobarde, cortoplacista. Si se hubiese dejado guiar por su conciencia, no hubiera firmado. La decisión de Chamberlain regaló a Hitler un año más para preparar la guerra.

Otro dilema

Siete años después de la entrevista, el propio Blair se enfrentaría a un dilema similar. ¿Ir a la guerra con su aliado, el supercristiano George W. Bush, contra Sadam? ¿O tomar la opción menos polémica, más popular, y decirle a Bush que lo sentía, pero mejor que no?

Como si estuviera expiando los pecados de Chamberlain y Pilatos, Blair se negó a lavarse las manos; se atrevió a actuar según sus convicciones. O así -convencido de que Dios le absolvería en el Juicio Final- lo ve él. Seldon, que concluye en su libro que si uno no entiende la importancia de la religión en el fenómeno Blair, "uno no entiende nada", ve la analogía con Poncio Pilatos de otra manera. Blair cree que desterró el oportunismo a favor de su conciencia y sus principios. Seldon opina que hizo las dos cosas a la vez. Que toma una decisión política y después busca la manera de hacer que cuadre con sus principios. "Blair descubrió que la realidad del poder le obligó a tratar con gente indeseable, to turn a blind eye, a comprometer sus principios".

George W. Bush es un caso concreto de una persona a la que Blair, antes de asumir el poder, hubiera considerado, con toda seguridad, indeseable. Blair, laborista de toda la vida, cuyos maestros religiosos en Oxford eran adeptos de la teología de la liberación, no hubiese visto con buenos ojos al presidente norteamericano más derechista de la historia. Tampoco Blair, fuera del poder y en la visión que tiene de sí mismo como hombre de bien, hubiera trabajado de manera tan endogámica con un personaje como Campbell, cuyo mayor logro en la política (según él mismo) fue convencer al periódico The Sun -craso, sensacionalista, de derechas- de que apoyara a Blair en las elecciones de 1997.

El mero hecho de que Blair aceptara sin rechistar la prohibición que le impuso Campbell de hablar de la religión, la cosa más importante de su vida, por el efecto perjudicial que podría tener en su carrera política lo dice casi todo. De ahí a vender la guerra en Irak -una obsesión de Bush- como una causa no sólo justa, necesaria y suya hay sólo un paso. Blair es Blair, el hombre puro; pero también es Alastair Campbell, el ateo maquiavelo. Un veterano reportero de la televisión británica que ha cubierto las tres últimas campañas electorales de Blair comentó esta semana, perplejo: "Lo vi como un tipo resbaladizo al comienzo y lo veo como un tipo resbaladizo hoy". Es comprensible que el reportero, como tantos británicos, lo vea así. Y no es porque él les mienta a ellos. Es porque él se miente a sí mismo.

El primer ministro británico, Tony Blair, en un mitin, mientras Gordon Brown, responsable de Hacienda, le observa.
El primer ministro británico, Tony Blair, en un mitin, mientras Gordon Brown, responsable de Hacienda, le observa.REUTERS

Sus rivales

CHARLES KENNEDY

EL LÍDER del Partido Liberal Demócrata obtuvo su primer escaño en el Parlamento británico en 1983, cuando sólo tenía 23 años. Desde el comienzo se veía que Charles Kennedy iba a llegar lejos. Brilló en los debates parlamentarios y tuvo la habilidad mediática para salir en televisión con más frecuencia que la gran mayoría de sus compañeros de partido.

La pregunta ahora es si ya ha llegado a su techo, si el partido centrista que lidera está condenado a seguir siendo el tercer partido británico para siempre o si podrá arrebatarle el segundo puesto al Partido Conservador. Mucho dependerá de si Kennedy, que es escocés, ha acertado en su decisión de poner la oposición de los LibDems a la guerra de Irak como pilar de su campaña electoral. En este aspecto tiene suerte. Los conservadores no se han opuesto a la guerra tanto como a los métodos engañosos que utilizó Blair para venderla al público. Los LibDems, que tienen más en común con el PSOE que cualquiera de los otros partidos británicos, han estado en contra de la guerra desde un primer momento. Esa pureza de compromiso podría calar con una parte significativa de un electorado opuesto mayoritariamente a la guerra. Muchos laboristas de toda la vida, horrorizados por el apoyo de Blair a la guerra de Bush, han señalado que votarán esta vez por los LibDems.

El problema que tiene Kennedy es que, aunque suele caer bien, por su simpatía y evidente rapidez intelectual, no parece haber logrado convencer a los británicos de que tiene madera para ser un líder de gobierno factible. En las últimas elecciones, con Kennedy ya de líder, los

LibDems ganaron 52 de un total de 659 escaños. El sueño de Kennedy es llegar esta vez a los 100. Depende en gran parte de cuán profundo sea el rechazo del electorado a la guerra en Irak.

MICHAEL HOWARD

UNO VE a Michael Howard con la pinta que tiene de líder innato del Partido Conservador británico, uno le oye hablar con el acento de David Niven que define a la clase alta inglesa, y jamás se creería que su abuela murió en Auschwitz, que su padre era un inmigrante judío nacido en Rumania. Más difícil de creer todavía es que su campaña electoral se recordará mucho después de que los conservadores hayan fracasado en su intento de derrocar a Tony Blair, por su dura actitud en contra de la inmigración extranjera.

Apelando al miedo como arma electoral, Howard ha exagerado los temores populares que ha despertado en las calles de Gran Bretaña la aparición de inmigrantes llegados de países como, por ejemplo, Rumania. Es decir, Howard está proponiendo políticas que quizá hubieran prohibido la entrada de su padre al país del que hoy él pretende ser primer ministro. Además, según una nueva biografía de Howard, su abuelo llegó a Londres antes que su padre, tras entrar al país de manera ilegal. Lo que significa que, bajo las leyes que propone Howard, su abuelo hubiera sido expulsado del país.

Que Howard haya optado por la xenofobia como instrumento de persuasión política no es sólo profundamente contradictorio, sino que, como algunos comentaristas han señalado, indica desesperación. Howard es un abogado extremadamente inteligente cuyo ascenso al puesto de liderazgo del partido de Margaret Thatcher tiene un enorme mérito.

En sus debates mano a mano en el Parlamento con el experimentado primer ministro Blair ha ganado tantas veces como ha perdido. El problema que tiene es que su imagen no ha calado en el público inglés, y, peor todavía, la oposición general que hay en Gran Bretaña a la guerra de Irak no es lo suficientemente potente a la hora de votar como para derrocar a un Gobierno que ha sabido encauzar con habilidad el dinamismo que actualmente posee la economía de su país.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_