Códigos de cortesía
Existen grandes problemas para concebir un nuevo modelo de cortesía entre hombres y mujeres. Lo que antes resultaba galante parece ahora asqueroso y machista, pero los que hemos consumido, con cierta verosimilitud estadística, la mitad de nuestra vida ya nos hemos convertido en personas de otro tiempo, de modo que no me siento vinculado por las normas que al respecto se impongan en el futuro. Me resigno a vivir en el pasado también en lo referente a estas conductas. Quizás los jóvenes están ahora estableciendo nuevas reglas, pero eso no me compete. Es una de las pérdidas (y de las liberaciones) que se experimentan con la edad: uno no sólo renuncia a comprender el mundo, sino que se sabe en el derecho de no comprenderlo.
Durante la pasada campaña electoral entré en la bitácora de cierta candidata. La vi en la foto, me pareció guapísima y se lo dije en un mensaje. Mi comentario sólo recibió una heladora cortina de silencio, un sobrecogedor alud de indiferencia. ¿Fue mi nota una muestra de machismo puro y duro o la frivolidad de un patán irresponsable, incapaz de comprender lo que en aquella decisiva elección se ventilaba? La verdad es que la candidata tampoco se molestaba en contestar otros mensajes, pero aún me intriga la calificación que le merezco. Después de todo, mi galantería iba incluida en una larga misiva trufada de complejas deliberaciones políticas. Quizás aquel modesto piropo anuló todo lo demás. Supongo que opinaba que en su blog se hablaba sobre cosas importantes del paisito y allí no había lugar para mis majaderías. Fue una pena. Y lo digo por ella. Al fin y al cabo, así como los ricos lagrimean sin cuento, los chicos también votan.
Esto de la cortesía entre los sexos se ha convertido en un engorro, y digo entre los sexos porque la delicadeza debería ser recíproca. Yo evito alabar a una mujer delante de otra, por aquello de los agravios comparativos, pero ahora las mujeres expresan su opinión sobre los hombres delante de otros hombres con implacable frialdad. Por razones obvias, nunca soy beneficiario de esta práctica, aunque en mi papel de oyente no me queda más remedio que ensayar una sonrisa y hacer como si no fuera conmigo. Lo que ocurre es que a pesar de todo percibo en mi interior, allá a lo lejos, donde habita el miocardio, unos leves, pero agudísimos desgarros.
En un programa de televisión, de esos que preparan citas a ciegas, comparecieron hace algún tiempo unas mozas en busca de su hombre ideal. El locutor les preguntó por las características que debía reunir ser tan formidable. "Que tenga un buen culo", dijo la primera. "Que tenga un buen culo", dijo la segunda. "Un culo, un gran culo", rubricó la tercera. Forma parte del dominio público que los hombres no valoran a las damas en función de sus lecturas de filosofía alemana o de su comprensión de las teorías de Einstein, pero al menos ahora nos cuidamos de especificar otros extremos, más que nada para evitarnos persecuciones por motivos de conciencia. En cambio ellas sí que entran a ese trapo, quizás en venganza por tantos milenios de sometimiento patriarcal. No me sorprendió tanto el fervor por los glúteos masculinos como la obsesiva exposición de su importancia: parecía incluso que anhelaban los excesos de la esteatopigia. Si se preguntan qué demonios significa ese palabro les recomiendo las páginas de La Habana para un infante difunto. En cuanto a mi culo, de él prefiero no hablar. Considero que no da para un artículo.
Termino como había empezado. Los hombres estamos desorientados en las distancias cortas. En mis tiempos de universitario, asistí a una fogosa discusión entre dos condiscípulas. Íbamos los tres por un largo pasillo hasta dar con una puerta. Se me ocurrió anticiparme a sus movimientos, abrir la hoja y dejarlas gentilmente pasar, pero una de ellas me lanzó una mirada envenenada y recordó que aquel era un acto humillante. La otra, muy al contrario, argumentó que le gustaban esos detalles. Acabaron enzarzadas en una discusión tan exaltada que realmente se olvidaron de mí. Creo que aún sigo varado en aquella esquina, atenazando la manilla de la puerta, a la espera de que dos muchachas arquetípicas resuelvan tan ardua cuestión.
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