Cambiar para permanecer
En un país donde el jefe de Gobierno afirma que los opositores son "invenciones" de la prensa extranjera y donde el ministro de Cultura considera que su misión es decidir qué literatura "vale la pena" publicar, la naturaleza totalitaria del régimen debería estar fuera de discusión. Sin embargo, en el caso cubano, es tanto el tiempo acumulado en el poder -Fidel Castro pronto cumplirá 47 años al mando de Cuba y nada, ni siquiera el menor escrúpulo, le impide seguir mandando mientras viva- que la persistencia del régimen produce, como alucinaciones en el desierto, algunas fantasías de cambio.
Todas las sociedades y todas las culturas, incluso aquellas regidas por un orden totalitario, cambian. Una de las mayores habilidades del castrismo es, precisamente, la instrumentación de cambios sociales y culturales, que se producen de manera espontánea, en favor de la perpetuación del régimen. Esos cambios, a diferencia de los que se produjeron durante las tres primeras décadas revolucionarias, ya no son inducidos por el poder. Desde 1992, por lo menos, al Gobierno de Fidel Castro no le interesa "transformar la sociedad", crear el "hombre nuevo" o "perfeccionar el socialismo", sino, simplemente, subsistir por medio de la administración de conflictos.
Pongamos algunos ejemplos de cambios políticos, ideológicos, sociales y culturales, aprovechados por el régimen para asegurar su permanencia. Un cambio político es, sin duda, la renovación generacional de las élites del poder. En apenas quince años hemos visto circular dos generaciones de políticos cubanos bajo una misma estructura unipersonal de gobierno: la generación de los setenta (Carlos Aldana, José Luis Rodríguez, Marcos Portal, Carlos Lage, Roberto Robaina...) y la generación de los noventa (Felipe Pérez Roque, Hassán Pérez, Carlos Valenciaga, Otto Rivero, Yadira García, Carmen Rosa Báez...). La primera, más institucional y doctrinaria, ha sido relativamente desplazada por la segunda, más pragmática y populista. La tensión actual entre esas generaciones es hábilmente capitalizada por el régimen para garantizar su permanencia, atribuyendo los "errores" a una u otra.
Otro cambio político favorable es la reducción del aparato burocrático e ideológico del Partido Comunista, impulsado a principios de los noventa. Ese ajuste institucional, al mismo tiempo que le permite al régimen ofrecer una apariencia menos ortodoxa, en vez de suprimir la agenda ideológica del Gobierno, la transfiere a otra rama más eficaz, mejor acoplada a la persona de Fidel Castro y más digerible simbólicamente por buena parte de la población. La "batalla de ideas", emprendida en los últimos cinco años por los medios de comunicación y las instituciones educativas y culturales del Gobierno, cuenta ya con una Vicepresidencia del Consejo de Ministros y, en vez de basar la legitimación del régimen en la árida ideología marxista-leninista, se apoya en símbolos y valores nacionalistas, propios de un "estado de emergencia", en el que la pérdida de libertad está justificada por la defensa de la "nación" frente a sus enemigos internos y externos.
Este último cambio está relacionado con otro, no menos importante, en el terreno propiamente ideológico. Sin reconocerlo, el régimen cubano ha abandonado el marxismo-leninismo en tanto ideología de Estado. Ese abandono le ha permitido desovietizar, sigilosamente, la sociedad cubana, atribuyendo el fin del comunismo a las fallas de sus antiguos aliados y recobrando, en algo, la aureola de izquierda autónoma que había perdido desde los años setenta. No deja de ser irónico que los mismos líderes que sovietizaron un país, ahora lo desovieticen, y que ese elemento simbólico de afirmación nacional, que experimentaron todas las transiciones a la democracia en Europa del Este, en el caso cubano sea instrumentado, no para cambiar el régimen, sino para perpetuarlo.
Otra instrumentación simbólica del cambio para la permanencia es la nueva política religiosa del régimen: el mismo líder y el mismo partido que reprimieron la oposición católica cubana e introdujeron el "ateísmo científico" en la enseñanza primaria, secundaria y superior durante 30 años son los que, ahora, abren las puertas de la clase política a los religiosos, reivindican algunos intelectuales católicos como Cintio Vitier y Eusebio Leal, reciben a Juan Pablo II en 1998, decretan tres días de duelo oficial por su muerte y hasta asisten a la misa fúnebre ofrecida en la catedral de La Habana. Otra más es la promoción oficial de clásicos del marxismo occidental, críticos de la ortodoxia estalinista, como Antonio Gramsci, Rosa Luxemburgo y León Trotsky, que hasta hace muy poco La Habana -donde vivió, protegido por Fidel Castro, el esbirro de Stalin, Ramón Mercader- consideraba "revisionistas".
La sociedad y la cultura cubanas, después de la era soviética, han cambiado, aunque el régimen político permanezca intacto. Algunos indicios de ese cambio son la mayor pluralidad civil y moral de la ciudadanía; la formación de subjetividades más autónomas; el abierto interés por corrientes intelectuales contemporáneas -antes rechazadas como "burguesas" y "reaccionarias"-; la afirmación de identidades sexuales, étnicas o de género; el afianzamiento de prácticas culturales, propias de zonas urbanas desarrolladas, como el rock, el jazz y el rap en la música; los performances e intervenciones en las artes plásticas; nuevas versiones de travestismo, hippismo y dandysmo; teatro crítico y literatura disidente. Dichos cambios, aunque sean gestos de desafío al discurso y la institucionalidad del régimen, son rápidamente escamoteados por la burocracia cultural de la isla, que los presenta como señales de apertura.
Al intentar una comprensión de esa rara dialéctica entre cambio y permanencia, nos vienen a la mente referencias como El Gatopardo del príncipe de Lampedusa o las primeras palabras del Zapata de John Womack: "Ésta es la historia de unos campesinos que no querían cambiar y por eso hicieron una revolución". Sin embargo, la personalidad de Fidel Castro, como ha descrito admirablemente Norberto Fuentes, es ajena a cualquier tradicionalismo rural, aristocrático o campesino, a cualquier liberalismo democrático de ascendencia burguesa e, incluso, a cualquier socialismo obrero. Fidel Castro es un caudillo que resume todos los complejos de la clase media latinoamericana en el siglo XX: autoritarismo, machismo, populismo, antiyanquismo.
Para un caudillo así, 50 años en el poder no sólo no provocan rubor alguno, sino que son motivo de orgullo. Permanecer medio siglo al frente de un país no es una vergüenza, sino un triunfo: la mejor prueba de que sus enemigos no han logrado vencerlo. El régimen político que encabeza Fidel Castro está concebido para subsistir en una condición de plaza sitiada que le asegura la coartada perpetua de su legitimación. Hasta el último minuto ese régimen pedirá a Cuba y al mundo que lo acepte, que lo reconozca, que lo admire y que lo imite. Su ansia de legitimidad es inagotable porque su voluntad de poder no conoce fronteras morales o ideológicas.
Rafael Rojas es escritor y ensayista cubano y codirector de la revista Encuentro.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.