Tragicomedia salvaje
Violencia salvaje, corrupción impúdica, nula compasión por la vida y el sufrimiento ajeno: con variable virulencia, América Latina ha padecido estos tumores a lo largo de su historia. La novela adaptó su espejo a todos los verosímiles posibles para representar el espanto: fue telúrica, indigenista, sociológica, vanguardista, generacional. Dante Liano (Chimaltenango, Guatemala, 1948), que sin duda conoce esos modelos -es profesor de literatura hispanoamericana en Milán, donde reside desde 1980-, prefiere el tono paródico. En escena están los años sangrientos de los setenta y ochenta cuando, en Guatemala, un ejército desbocado se otorgaba, bajo el expediente de la lucha contra la insurgencia armada, todas las licencias. El protagonista es un teniente que, por culpa de un oscuro asunto que involucra a su cuñado, ve sacudido el apacible tedio en el que habita como burócrata de la represión militar. La única acción noble de su vida -arriesgarse para salvar a un pariente- lo vuelve un extraño en su propio mundo; un mundo incendiario, donde por nada se puede matar y morir.
EL HOMBRE DE MONTSERRAT
Dante Liano
Roca Editorial
Barcelona, 2005
120 páginas. 14 euros
Acaso para no incurrir en
maniqueísmo, ninguno de los personajes de El hombre de Monserrat -originalmente publicada en México, en 1995- sale bien parado. Se evita así el recurso de encarnar el mal en algún poder extranjero que reduce a sangre y fuego la inerme cultura aborigen -como sucede, por ejemplo, en varias novelas de Miguel Ángel Asturias, el mayor escritor de Guatemala-. Nadie, parece decir Liano, es responsable de esa tragicomedia nacional, sino los propios guatemaltecos. El color local aparece no sólo en la caricatura de los diversos tipos sociales sino en la lengua misma: la inflexión regional del castellano da fuerte regusto a estas páginas. Como ya sucediera en El hijo de la casa -Roca Editores, 2004; donde la violencia aparecía como recreación de un caso de psicopatía criminal-, hay en Liano una cierta tendencia a la sobreexposición: en la adjetivación redundante -no hace falta que el sol sea "inclemente" para que la página arda de bochorno tropical- o capítulos como el del ataque a la casa de los guerrilleros -demasiado explícita en su denuncia de la obscenidad con que la televisión convierte en espectáculo la carnicería humana-. La oscilación estilística abarca desde la crudeza casi mística de Conrad -pasada por el napalm apocalíptico de Francis Ford Coppola- al irónico fresco de la disciplina castrense de Pantaleón y las visitadoras de Vargas Llosa. La novela funciona con mecanismo de policial negro: cadáver persistente, falso culpable, sistema equívoco de pistas. En lo opresivo de ese clima radica lo mejor del libro.
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