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Columna
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Intifada en los Andes

En unos meses dos presidentes latinoamericanos han sido reemplazados, de una manera que trata de aparentarse lo más posible a lo legal, por sus inmediatos subordinados. Sánchez de Lozada -Goni-, en Bolivia, relevado por el vicepresidente Carlos Mesa, y hace tan sólo unas semanas, Lucio Gutiérrez, en Ecuador, sustituido por Alfredo Palacio. Pero, al margen de la mayor o menor legalidad del golpe, han sido las masas en la calle quienes han movido al Ejército y a la clase política a aprobar en ambos países el nombramiento de un líder interino; y aún habría un tercer caso, el de Venezuela, donde una masa superior en número a la contraria, no desplazaba sino que mantenía en el poder a Hugo Chávez, por medio de un referéndum que, llamado a revocar, al final no revocaba nada.

Esos movimientos de masas no son los clásicos golpes cuarteleros de los años 50 a 70, que, con alguna excepción -Perú, Velasco Alvarado; Bolivia, Torres- se hacían a plena satisfacción de Washington, para impedir que la oligarquía cogiera frío. Pero tampoco son materia prima para la insurrección guerrillera como los que funcionaron, sobre todo, en América Central, hasta la desaparición de la URSS. Hoy se inspiran en un nuevo y agresivo nacionalismo, teñido de indigenismo, que si también exige el fin de la sumisión a Estados Unidos, y, en general, de todo lo que huela a explotación poscolonial, lo hace desde una perspectiva ideológica indeterminada. Lo esencial es proceder contra lo que en tiempos de la colonia se llamaba el malgobierno, también en un eco del subcomandante Marcos y hasta, quizá, de la actual agitación en defensa de López Obrador en México. Sus líderes son, además, fruto de una cierta generación espontánea, facilitada por el uso de Internet y de la radio, como en una Intifada de los Andes.

Los nuevos ocupantes del poder, extraídos de la burocracia política, son, a lo sumo, tapones de una botella en cuyo interior crece la presión, y, faltos de una clara posición establecida, tratan de sumarse a la protesta para moderarla, demorarla, o aun liquidarla. Así Mesa, no sin alguna habilidad de maniobra, pretende contentar a la vez a las firmas extranjeras que explotan el gas y al indio y mestizo que lo trabajan; y Palacio deberá explicar cómo piensa gobernar, si sigue negándose a convocar elecciones.

¿Quién integra esa poblada calle? Es una rebelión poscomunista, que parece aspirar a la formación de una sociedad material y racialmente justa, así como de una fuerte aspiración identitaria. En su orla radical es anticriolla -especialmente en Bolivia- pero el centro de la protesta seguramente cree más en fabricar una nueva identidad, como combinación de sus componentes históricos, que en expulsar a todo el que no se pliegue al poder del nuevo indigenato. El movimiento, o mejor, los movimientos, porque en muchos casos su formación se hace en la amalgama del instante, recoge a todos los que han ido quedando en la cuneta, como funcionarios que no cobran, clases medias pauperizadas, militares preteridos, indígenas que luchan por la recuperación de su país, populistas sin público, vástagos, en definitiva, de Mayta, el personaje de Vargas Llosa, sobre los que llegó al poder Alberto Fujimori. Una decepción más.

Las protestas son, desde luego, genuinas, y no precisan que las atice nadie desde el exterior; por añadidura, los dos países latinoamericanos poseen un largo historial de inestabilidad. Velasco Ibarra fue cinco veces presidente de Ecuador y no tenía la costumbre de terminar sus mandatos; y en Bolivia, el número de veces con que los militares han interrumpido el proceso político es, a ojo de buen cubero, tanto como años transcurridos desde la independencia.

Pero tampoco hay que olvidar las alusiones en el entorno del presidente venezolano, Hugo Chávez, sobre la formación de partidos indígenas en el área andina, y la promoción de su tan mentada revolución bolivariana. Caracas es un atento observador de todo lo que ocurre en esos Andes, en los que puede creer que bulle la masa de maniobra que no quisieron ser los criollos, hace 200 años, en su rebelión contra España. El nombre de Bolívar se maneja, pues, como un equívoco. Pero la calle se agita en la América andina. Y los Gobiernos, a los que aquélla votó en su día, experimentan cada vez mayor dificultad en controlarla.

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