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El baile del Estatut

Allá por 1978 -seguramente alguno de los lectores lo recuerda-, La Trinca compuso y popularizó durante unos meses una canción de tonada pegadiza y letra circunstancial, titulada El ball de l'Estatut. Ahora, en esta primavera de 2005, parece que la reforma del estatuto de autonomía sea el escenario de otra danza en la que los dos principales grupos políticos catalanes -Convergència i Unió y Partit dels Socialistes- tratan de que sea al otro a quien le toque bailar... con la más fea.

Los respectivos condicionantes tácticos son muy evidentes. En el seno de la federación nacionalista causa inquietud la posibilidad de que las rentas del nuevo Estatut -si lo hay- beneficien al tripartito en general y a Pasqual Maragall en particular, les reporten en 2007 -o antes- un incremento de votos, y todo ello alargue indefinidamente la estancia de CiU en los inhóspitos páramos de la oposición. Por lo que se refiere a los socialistas, éstos temen que un texto estatutario en cuya confección CiU y Esquerra Republicana hayan sido determinantes (recuérdese que, juntas, suman mayoría absoluta) resulte inaceptable para el PSOE y para el Ejecutivo de Rodríguez Zapatero, que ponga al PSC en una situación imposible y que se derive de ahí una crisis mortal para la coalición que gobierna Cataluña.

Así las cosas, da la impresión de que los socialistas catalanes están practicando el juego subterráneo con más astucia y habilidad que sus adversarios convergentes. Se tratase o no de una provocación deliberada, lo cierto es que la referencia presidencial del 24 de febrero al 3% hirió a los militantes de CiU, enfadó a sus dirigentes y los puso en la tesitura de tener que mantenerse ofendidos por largo tiempo, pues de lo contrario pudiera parecer que minimizan, o incluso que admiten, la genérica acusación de corruptos. Pero, si empujar a Convergència hacia una momentánea crispación ya fue un éxito del PSC, los socialistas no se conforman con eso y llevan semanas saboteando los tímidos intentos de Artur Mas de reorientar el trato institucional hacia un estatus de relativa normalidad.

No lo digo yo. Lo dice la dirección de Iniciativa per Catalunya Verds, y lo dice con conocimiento de causa: no en vano su líder, Joan Saura -tan laico él y, sin embargo, pontifex maximus (gran hacedor de puentes) de este Gobierno- es el encargado de pilotar el proceso neoestatutario. Pues bien, ICV ha acusado al PSC de obstinarse en situar a CiU "fuera del consenso del nuevo Estatut, en vez de facilitar su incorporación". Al mismo tiempo, Iniciativa hace notar que casi la mitad de las grandes discrepancias que han surgido en la ponencia parlamentaria las han planteado los socialistas, los cuales están virando hacia una visión "menos atrevida" del Estatut y tienden a formar bloque con el PP en la voluntad común de rebajar las demandas de más autogobierno formuladas por CiU, ERC e ICV-EA.

De hecho, son las dos caras de una misma moneda: cargar a los convergentes con el muerto de un Estatut frustrado salvaría a los socialistas del riesgo de tener que asumir ellos tan ingrato papel. Un riesgo nada teórico si -para no aludir otra vez al incansable Rodríguez Ibarra- atendemos a las repetidas declaraciones del ministro Jordi Sevilla; si juzgamos por el artículo en el que el ex presidente andaluz José Rodríguez de la Borbolla, en EL PAÍS del pasado sábado, defendía con entusiasmo la uniformidad autonómica; si observamos el acuerdo que, esta misma semana, expresaron los presidentes de Castilla y León, Juan Vicente Herrera (PP), y Castilla-La Mancha, José María Barreda (PSOE), contra las "pretensiones nacionalistas" en materia de reforma constitucional y de financiación de las comunidades autónomas. Por decirlo en clave metafórica: Rodríguez Zapatero no ha logrado cambiar el alma jacobina del socialismo español; sólo la ha hipnotizado, la ha adormecido momentánea y parcialmente.

Por eso, cuando el ministro José Montilla acusa a Artur Mas de "antipatriota", cuando el señor José Zaragoza aprovecha hasta las elecciones vascas para meter el dedo en el ojo del líder convergente, cuando el señor Daniel Fernández asegura que "el principal obstáculo para que el estatuto de Cataluña llegue a buen puerto puede ser Convergència i Unió", es difícil no maliciar en tales asertos un secreto deseo de que la federación nacionalista dé el portazo o se suba a la parra, con lo cual los nuevos Estatut y financiación naufragarían antes de salir de Barcelona. ¡Menudo alivio, para el PSC, si pudiera ahorrarse los arduos regateos con La Moncloa y con Ferraz, las tijeras del ministro Sevilla, las protestas airadas de distintos barones territoriales contra el "egoísmo de los catalanes"... !

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Las circunstancias, y también algunos errores propios en los primeros días de la crisis del 3%, han situado a Convergència i Unió en una posición incómoda, que la mayoría de los medios describen como un pleito protocolario-procedimental sobre quién convoca a qué o como una rabieta infantil de patio de escuela. Y en política, desgraciadamente, las apariencias mandan. Corresponde, pues, a los dirigentes de la federación hallar una salida airosa del atolladero, tarea a la que, por patriotismo, deberían ayudar en lo posible tanto Esquerra como Iniciativa. Ahora bien, ningún agravio personal o de grupo, ningún honor herido justificaría que CiU bloquease la aprobación del Estatut y, con ello, regalara una coartada perfecta a quienes, en el PSC y en el PSOE, contemplan este asunto con recelo o aversión. El honor de un partido nacionalista, en 2005, consiste en obtener para Cataluña el máximo autogobierno y la mejor financiación posibles.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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