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El puente de Estrasburgo

No es bueno -ni para Asia ni para el resto del mundo- que China y Japón anden a la greña; porque puede suceder aquello que augura un viejo proverbio indio: que el césped sobre el que se pelean dos elefantes, difícilmente se recupera después de la contienda.

Algunos analistas han visto en los recientes enfrentamientos claros intentos de afirmación de liderazgo en la región. Japón, aun con sus casi crónicos altibajos, es la segunda economía del mundo; mientras que China está protagonizando -en todos los terrenos- una de las más espectaculares emergencias de todos los tiempos. Desde esta óptica de poder, hay una cierta lógica en tal formulación.

Pero lo que está sucediendo estos días, y, sobre todo, no tanto lo que sucede sino cómo sucede, pone en evidencia uno de los males endémicos que Asia padece: la falta de una seria voluntad de reconciliación entre un buen número de sus pueblos, que incluye los más importantes, enfrentados por una historia llena de conflictos cuya resolución -cuando la hubo- se cerró defectuosamente.

Y, de alguna manera, los asiáticos sensatos se resienten de la situación. Lo experimenté con frecuencia al dirigir la Asia-Europe Foundation, que, desde su sede en Singapur, está dedicada a la mejora de las relaciones entre las sociedades civiles de Asia y Europa, cuando al debatir los más diversos problemas con los colegas asiáticos llegábamos a menudo a la paradójica conclusión de que lo propio hubiera sido crear antes la Fundación Asia-Asia. Tal es el nivel de desentendimiento que puede darse, del que los recientes acontecimientos son una mera prueba más.

Evidentemente, ese desentendimiento resulta altamente perjudicial. Pensemos que en Asia, se quiera o no se quiera, se ha creado una singular interdependencia en la que el comercio inter-asiático juega un papel fundamental, ya que si en el año 2001 suponía un 38% del tráfico mundial, se ha situado, en el pasado 2004, en un espectacular 47%. Por ello una de las primeras consecuencias de las algaradas sino-niponas ha sido el desplome de la Bolsa de Tokio, la institución financiera más fiable de la región.

Desde su preocupación, los asiáticos admiran e incluso envidian -a menudo calladamente- la consistencia de la Unión Europea, que, con sus grandezas y miserias, constituye uno de los experimentos más apasionantes de nuestra historia contemporánea. Podrá interesar más o menos, pero difícilmente se le puede negar el encanto de una utopía que se viene haciendo realidad a través de aquellos petits pas, pequeños pero sólidos pasos que propugnaron los padres fundadores. Y es que, sobre todo, los valores de estabilidad y progreso que Europa -pese a sus innegables problemas- proyecta en este momento son realmente seductores para otras partes del planeta que se interrogan sobre la viabilidad de su propia integración regional.

Integrarse en esferas que superen las fronteras nacionales es no sólo un lugar común en la política internacional de los albores del siglo XXI, sino una acuciante necesidad motivada por la interdependencia que la globalización impone, enterrando definitivamente conceptos que resultan ya anacrónicos, como aislamiento o autarquía.

Pero integrarse requiere no sólo una astuta visión económica, sino una firme voluntad política de toda la polis, de los ciudadanos, en definitiva, que se apoye en valores sólidos: uno de ellos es la reconciliación.

A finales de los ochenta tuve que viajar con frecuencia a Estrasburgo para asistir a las sesiones del Parlamento Europeo. Me solía acercar al majestuoso puente que cruza el Rin, cuya calzada había testimoniado infinidad de querellas bélicas y nunca dejaba de impresionarme el hecho de que se hubiera convertido en un más que simbólico puente de paz por el que nadie, en su sano juicio, podía imaginar ya un trasiego de tropas de Francia a Alemania, o viceversa, para aniquilarse mutuamente. Y ello era posible porque se había dado, pese a una larga serie de maldiciones históricas, una reconciliación irreversible entre los dos pueblos.

En ocasiones, los asiáticos, que son rotundamente pragmáticos, suelen salirse por la tangente diciendo que mientras los europeos, en términos de integración, nos concentramos más en lo político e ideológico (democracia, derechos humanos, etcétera), a ellos sólo les interesa lo económico. Y por ello llegan a presentar como alternativa a una integración regional a la europea, el tejido de una red de acuerdos de libre comercio que, por otra parte, poco valor pueden añadir a los logros -que haberlos, haylos- de la Organización Mundial de Comercio. No me atrevería a decir que -aparte de que a los europeos nos gusta la economía, es decir, el dinero, tanto o más que a los asiáticos- el modelo europeo de integración es el único y verdadero. Ni mucho menos. Pero si Asia quiere avanzar por una senda integratoria será necesario que se produzca un profundo proceso de reconciliación que, 60 años después, aleje de la memoria colectiva los horrores de la guerra del Pacífico, de alcance tan holocáustico como los sufridos por Europa, y, con ellos, los de todos los conflictos anteriores con que la historia ha sembrado la región a lo largo de los siglos.

Y esa reconciliación no debe plantearse como una cuestión a resolver únicamente por los líderes nacionales cogidos de la mano -como en la famosa foto de Mitterrand y Kohl-, sino por un profundo compromiso adquirido por sus sociedades civiles en tal empeño. Porque sólo cuando, a través de programas de intercambio, de contactos continuos a través de las diversas instituciones de esa sociedad civil (agrupaciones ciudadanas, sindicatos, universidades, ONG, fundaciones, etcétera) planteados con tanta inteligencia como generosidad intelectual, los ciudadanos se sientan realmente reconciliados entre sí, podrán establecerse las bases de proyectos comunes de futuro que resulten viables y que vayan mas allá de lo que ahora suponen acciones tan voluntaristas, pero conceptualmente débiles y anecdóticas, como la llamada iniciativa de Chiang Mai o la creación de un mercado de bonos asiáticos.

Pensemos que, en todo el mundo, las sociedades civiles se están erigiendo en un hábil dinamizador de las relaciones internacionales, partiendo desde la raíz de algo tan importante como la propia percepción -política, económica, sociológica- que los ciudadanos, uno a uno, tengan de las distintas situaciones que se les plantean. Una buena administración de esas percepciones, de esos sentimientos -en una línea diametralmente opuesta a como se han gestionado las recientes protestas en China y Japón-, puede resultar utilísima para consolidar los procesos de reconciliación.

Cito, como referencia, la salomónica decisión de la FIFA para que los mundiales de fútbol de 2002 fueran co-organizados por dos países de relación tan compleja como Japón y Corea. Asistí, como invitado, al primer partido del campeonato, en Seúl, donde un Senegal totalmente crecido zurró la badana a una selección de Francia tan decaída como torpe. En la ceremonia inaugural, junto al presidente coreano, Roh Moo-hyun, tomó la palabra el primer ministro japonés, Junichiro Koizumi, quien dirigió una breve alocución a la masa que llenaba el estadio hasta la bandera. Las autoridades coreanas estaban aterradas por la reacción que las palabras de Koizumi pudieran despertar entre la hinchada coreana. Pero el resultado fue ejemplar. El primer ministro nipón fue tratado con todo respeto e incluso tímidamente aplaudido. Porque, en ese caso, la sociedad civil coreana -una de las más sólidas y mejor estructuradas de la región-, a través de un sencillo esquema de cooperación en el terreno deportivo, supo captar el mensaje de que puede haber un mañana, un más allá del conflicto secular, sobre el que puede hacerse borrón y cuenta nueva.

Porque sin borrón y cuenta nueva no hay puente de Estrasburgo, que es lo que Asia, ahora, empieza a necesitar con cierta urgencia. Y no uno, sino varios.

Delfín Colomé es diplomático, ex director ejecutivo de la Asia-Europe Foundation (Singapur).

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