En voz alta
Anda estos días el vecindario ocupado en la lectura pública y masiva de los avatares de un manchego demasiado loco y demasiado cuerdo. Tienen esas lecturas en voz alta su encanto. Quien es capaz de leer un par de frases, tiene capacidad para leerlas todas, para actuar de acuerdo con ellas, para darles significado. Y eso es un peligro para las dictaduras que necesitan una multitud analfabeta, fácil de gobernar. De ahí la censuras y prohibiciones a lo largo de la historia, como lo explica con lujo erudito Alberto Manguel en su valiosa Historia de la lectura. En la América anglosajona y esclavista, el conocimiento de la palabra escrita podía conducir al panfleto abolicionista y a la libertad: razón por la que el negro Doc Daniel Dowdy recibía una tanda de azotes con un correa de cuero, la primera vez que lo pillaban intentado leer o escribir; la segunda vez lo azotaban con un látigo de siete colas, y la tercera le cortaban la primera falange del dedo índice. El esclavo culto, que tratase de enseñar a deletrear a otros esclavos, tenía la horca preparada en las plantaciones sureñas de los Estados Unidos. En la América latina y católica, los criollos mantuvieron a los indígenas, durante muchos siglos, a una prudente distancia de la palabra escrita, porque "indio leído era indio torcido". Por estos pagos europeos no fuimos mejores: ayer mismo como quien dice, es decir, en mayo de 1933 y en Berlín, ardían, por su peligrosidad, las palabras escritas, mientras el ministro Goebbels felicitaba a los incendiarios por destruir "obscenidades del pasado". Y en el pasado que ahora cumple cuatrocientos años, Cervantes ironizaba en una de sus obritas teatrales al ciudadano que sabía leer y escribir, porque ese era pecado que podía llevarlo a la pira inquisitorial. Son lindas, pues, esas lecturas multitudinarias que se están llevando a cabo en lugares, aldeas, ciudades, pueblos y naciones.
Con la conquista de la palabra escrita se consiguen mayores espacios de libertad, no cabe duda, pero también con la conquista de la palabra hablada y, en ocasiones, con la pacífica conquista de las palabras. Todo un proceso, esto último, no exento de dificultades, prohibiciones y censuras más o menos solapadas en el ámbito de la vida pública valenciana, sin tener que recurrir a otras geografías. Aquí leemos El Quijote en voz alta y en público, y está bien; pero todavía hay decenas de miles de ciudadanos que cada año tienen que reclamar,con su presencia en las trobades, la presencia de las palabras valencianas en la vida pública; aquí hay todavía, por donde Xàtiva y no es una anécdota o episodio aislado, romano que se lleva a un mozalbete a la comisaría porque lo sorprendió utilizando palabras valencianas; aquí tenemos también cartagineses de derechas, a quienes les molesta el uso de determinadas palabras, aunque estén en los estatutos de una universidad, y recurren a los tribunales para que los togados indiquen lo que puede ser académicamente correcto o no, cuando la incorrección está en el intento de cambiar o silenciar palabras orales o escritas. No se utilizan correas de cuero o látigos de siete colas, pero incordian sin cesar a las palabras prohibiéndolas o limitando su uso. No se queman libros en la plaza pública en presencia de un portavoz del gobierno autonómico, pero en la autonómica televisión tienen muy claro qué palabra, giro o modismo se puede utilizar y cuál no. Y mientras uno escucha atento el decoro y la liberalidad de la prosa cervantina, viene a caer en la cuenta de que a las palabras valencianas todavía les falta mucho decoro y libertad, también cervantinos.
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