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El hombre que coleccionaba testigos

Corría 1978 cuando los hogares estadounidenses fueron conmovidos por Holocaust, la serie televisiva que en cuatro capítulos de dos horas cada uno narraba el genocidio judío. El autor de aquel primer producto televisivo sobre la Shoah era de lujo, se trataba de Marvin J. Chomsky, autor de la primera versión de Star-Treek (1968), y de Roots (Raíces, 1977). La audiencia de Holocaust superó las previsiones: 120 millones de espectadores.

Aparecieron voces críticas de inmediato, procedían de los supervivientes corrientes, los que jamás habían relatado o escrito sus experiencias. Sus quejas aducían que la serie era una lamentable versión de la Shoah al uso de Hollywood, con sus separaciones de amantes, sus enredos sociopolíticos y sus héroes y solidaridades repletos de belleza ética, mientras que lo real de sus vivencias, el sufrimiento material y la destrucción moral, el hambre, la extenuación, la suciedad y el vaciado humano o la muerte organizada, ni aparecían. Aquella gente, muda hasta entonces, manifestó por vez primera sentirse falseada y expuso su deseo de aparecer a la luz para testificar la experiencia propia de la deportación. Eso era nuevo y el paisaje memorial estaba a punto de cambiar.

La iniciativa más seria apareció en New Haven, Connecticut, una ciudad con 130.000 habitantes, y una pequeña comunidad de supervivientes de los campos, que agrupados en la asociación Farband decidieron iniciar un proyecto cinematográfico que recogiese la voz y el rostro de los que estaban dispuestos a contar su experiencia. En 1982, la Universidad de Yale, ubicada en New Haven, se adhirió al proyecto, habían transcurrido cuatro años de la emisión de Holocaust y la gente de Farband disponía ya de 200 testimonios. En 1987, una donación de Alain Fortunoff permitió la definitiva instalación del archivo en las dependencias de Yale y garantizó el sueldo de un conservador. En 1995, los Fortunoff Video Archives for Holocaust Testimonies poseían grabaciones de 3.600 testimonios recogidos no sólo en territorio estadounidense, sino también en una decena de países europeos, además de Argentina e Israel. El valor indudable de los archivos iniciados por Farband es la centralidad del testigo, que no pretende sustituir el conocimiento histórico, sino situarse en él con voz propia. Sin embargo, la aparición de Steven Spielberg y su Survivors of the Soah Visual History Foundation en aquel año cambió ese fecundo panorama. En realidad industrializó el testimonio y su eficacia quedó destruida.

Contó Spielberg al periódico Libération (20 de abril de 1995) que mientras recorría Polonia en busca de supervivientes que le sirviesen como asesores para La lista de Schlinder, se sintió conmocionado por los relatos que oyó y decidió emprender la filmación masiva de supervivientes al genocidio.

Si el proyecto de New Haven pretendía que se escuchase la voz del testimonio para combatir la carencia de experiencias vitales, en el proyecto de Spielberg el testimonio era un complemento, un refuerzo al guión y discurso de la Lista de Schlinder. Recordemos su epílogo: el filme abandonaba el blanco y negro y tomaba color de repente para trasladarnos a la tumba de Oskar Schlinder, ubicada en el cementerio del monte de los Olivos, en Jerusalén, mientras los supervivientes reales de la Lista desfilaban arropados por una voz que daba lectura a las cifras de su descendencia. En correspondencia con la escena, el protocolo de la fundación de Spielberg pide al testigo que al fin de la entrevista lance un mensaje "sobre lo que desee transmitir a las generaciones venideras". Acto seguido aparece en escena la familia completa del superviviente, esposa, hijos y nietos, como prueba de la superación del sufrimiento que experimentó, porque no se trata de generar unos archivos del genocidio sino de la victoria personal sobre el daño sufrido. Sería interesante oír los comentarios de Primo Levi respecto a ese final feliz diseñado por el entusiasmo de Spielberg.

Las dimensiones alcanzadas por la Survivors of the Shoah Visual History Foundation son colosales. En 1997 había realizado 30.000 entrevistas; en 2000 la cifra alcanzó las 150.000 registradas en 30 lenguas diferentes y efectuadas por una legión de 2.400 entrevistadores reclutados entre 8.500 candidatos, a lo que debe añadirse las 4.500 personas que participaron en la formación de los entrevistadores. Todo ello fue posible gracias a un presupuesto trienal de 60 millones de dólares, que no proceden -en contra de la creencia más común y divulgada- de los beneficios de La lista de Schlinder, sino de una fundación constituida por MC-Universal, NBC, Wasserman Foundation y Time Warner.

Michel Berembaum, director del proyecto, declaró con orgullo el pasado año que quien quisiera consultar los archivos catalogados hasta hoy tardaría nueve años y medio trabajando 24 horas sobre 24; lo cual es un dato concluyente sobre la vacuidad de la industrialización del testimonio y su "americanización", que procede de dos hechos: primero, que desde mediados de los años noventa Estados Unidos se hallan en el centro de la producción cultural e historiográfica de la Shoah, lo que tiene mucho que ver con la creación del Washington Memorial Museum of Washington, que desde 1997 inició el gigantesco proyecto de microfilmar todos los archivos concernientes al genocidio judío en el mundo, por lo que los fondos de la mayoría de archivos europeos pueden ser consultados en Washington. En segundo lugar, la americanización del genocidio consiste en una visión del mismo sesgada por la ética que fundamenta la cultura popular norteamericana y su visión del mundo, según la cual el hombre siempre triunfa ante la adversidad y consigue expulsar su dolor. Una versión que, al menos en el caso de represiones y genocidios perpetrados por los fascismos y otras dictaduras, no coincide con la idea que cualquiera, y especialmente un historiador, puede formarse cuando estudia detenidamente esos fenómenos.

Esa industrialización del testimonio en realidad bloquea el acceso eficaz al conocimiento. Me viene a la cabeza Huxley cuando auguraba en su Mundo feliz que nos darían tal cantidad de información que acabaríamos reducidos al desconcierto y la pasividad, que la verdad, lejos de ser ocultada, se ahogaría en un océano de irrelevancia, un futuro de cultura trivial en el que nadie precisaría prohibir lecturas porque pocos desearían acceder a ellas. Eso es, al cabo, el proyecto de Spielberg. Espero que nadie se fije en él cuando comience a filmar los testimonios de nuestra dictadura, porque es el mejor y más veloz camino para diluir la riqueza testimonial en la ciénaga de la ignorancia.

Ricard Vinyes es historiador.

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