La mujer barbuda
COSAS QUE PENSÉ mientras presenciaba un importante acto cultural en la Biblioteca Pública de Nueva York: Si Salman Rushdie no fuera tan inteligente, tan irónico, tan brillante como es, la cosa sería trágica. Rushdie, al que a partir de ahora llamaremos Salman, que es lo que hacen los idiotas en cuanto conocen a un famoso, llamarle por su nombre de pila; Salman, digo, es uno de los hombres más feos del mundo. Antes Salman tenía mucho, mucho pelo, no en la parte superior de la cabeza, sino a los lados, y llevaba unas barbas muy largas, y eso le daba un aspecto de malvado que le favorecía dentro de la gravedad, o a lo mejor, simplemente es que le tapaba bastante; pero ahora, Salman, tal vez crecido y seguro de sí mismo porque la terrible época de la fatwa pasó y es feliz y está casado con una de las mujeres más bellas que he visto en mi vida, se ha quitado todo el pelo, como quien se quita una peluca de Halloween, y va por la vida como quien va desnudo, sin vergüenza alguna de la cara que tiene, provocando risas en la audiencia, y no por su físico sino porque Salman es gracioso. Salman es muy gracioso. Pero siempre te queda la duda, la terrible duda. Yo se la pregunté al tío que había a mi lado en el acto (cultural): "¿Qué cree que ha visto esa bella mujer en Salman?", y el tío me dijo: "Su talento". "¿Y si se diera el caso contrario?", le pregunté, "si tuviéramos una mujer, escritora, fea como un dolor, incluso con esos pelillos en la barba que decía Lorca que le salían a las señoras granaínas en cuanto entraban en la vejez, ¿se imagina que un hombre bellísimo se enamorara de ella?". Y el tío me dijo sin piedad: "No, no me lo imagino".
Cuando Salman habla, la gente escucha a Salman pero no le mira, mira a su señora. Quinientas personas en la Biblioteca Pública escuchando a Salman, pero mirando a la primera fila, donde esa mujer, cara de india, melena lacia, delgada pero no seca, ojos penetrantes, labios mulliditos; de quitar el aliento, vaya, se sentaba lánguida, porque todas las mujeres muy bellas tienen un punto de pereza que unas admiramos y otras envidian. Y lo más extraño es que la única que miraba a Salman mientras él hablaba era esa diosa. Lo miraba como quien mira una joya que sólo ella podía ver. Hace poco Salman salió entrevistado en una revista, pero no era él el retratado sino su señora, que aparecía luciendo biquinis, o sea, luciendo su cuerpo gatuno. Forman un equipo perfecto. En España aún pensamos que los escritores tenemos que salir en la foto con la cara apoyada en la mano, que no se sabe por qué consideramos que es una postura muy literaria. Conste que yo aprovecho dicha postura para tirar un poquito para atrás de la piel, un pequeño lifting que te quita cinco años y no le hace daño a nadie, aunque lo ideal sería que me dejaran salir en la foto con las dos manos tirando de los pómulos hacia arriba.
Paul Auster será más guapo que Salman. De hecho, Auster tiene fama de ejercer de irresistible en los barecillos de Park Slope, esa zona de Brooklyn donde vive y donde está el estanco de Smoke. Pero la guapa se fue con Salman. Y no es una de esas guapas que tú pienses que en cuanto Salman se dé la vuelta va a ofrecerle sus encantos a otro escritor de su generación. Para nada. La guapa está con Salman porque lo tiene superclaro. Salman tiene un secreto inescrutable, un tesoro, que sólo la guapa ve. Congratulations. Javier Cámara se sentó al lado de la guapa. A Javier Cámara no le hace falta ser guapo para que entren ganas de comerle la boca. Tampoco le hace falta ser feo como Salman. Es que Salman es feo de concurso. De llevarse el coche en un concurso de feos. O de llevarse a la guapa, que es lo que Salman se llevó. Javier Cámara dejó a la guapa por un momento y salió al escenario a leer el Quijote. La audiencia dejó de mirar a la guapa y miró a Javier. No todos entendían las palabras quijotescas, pero sonaban tan rotundas, con una voz tan preciosa, que la audiencia se rindió. Parte de la audiencia ya estaba rendida porque estos días se ha estrenado Torremolinos 73 y el New York Times alabó a esa pareja de cómicos, Javier y Candela Peña, diciendo que la película es una maravillosa celebración del sexo. Al día siguiente de que Javier le leyera a la guapa (y a las demás también) el Quijote, hicimos el tonto por el Soho. Era domingo y hacía sol y los neoyorquinos se vuelven locos cuando la primavera dice aquí estoy yo y se les quita la cara de mal huele que tienen durante el invierno, y en el Soho enseñan la barriga, los piercings, los tatuajes, y las chicas, esos muslos tan blancos en los que dan ganas de hundir los dedos como yo los hundía de pequeña en la masa con la que mi tío el panadero hacía las barras. Era uno de esos días en que te da la risa floja y eres un tonto feliz que disfruta de la vida, y hubo varios, unos cuantos neoyorquinos, que le gritaron: "¡Javier, eres un actor estupendo!", ese You are the best que suena más rotundo, y estábamos tan contentos, que nos metimos en Calvin Klein y nos compramos calzoncillos, bragas y un sujetador para mí (concretamente). Un sujetador morado que llevo mientras escribo este artículo. Sé que a la guapa le quedaría mejor, pero a mí me trae el recuerdo de una mañana javieresca en el Soho. Y además, qué coño, yo también tengo mi público. ¿No lo tenía la mujer barbuda?
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