Cervantes y las letras europeas
El análisis de la influencia que la obra de Cervantes ha tenido hasta hoy en las letras europeas puede deslindarse en dos apartados: cabe, por un lado, reseñar las obras, novelas mayormente, que se han escrito siguiendo el modelo cervantino, inaugural en tantos sentidos; y es oportuno, por otro lado, considerar qué elementos son comunes a todo este magnífico legado, y qué tienen en común, más allá de todo comparatismo elemental, aquellas obras que suponemos influidas por la gran novela cervantina. Lo primero debe citarse -aunque en esta página se hará de un modo muy sucinto- como fundamento de lo segundo, pues aquello actúa, en cierto modo, como paradigma de lo otro, que es materia mucho más compleja, mucho más universal que el género literario denominado "novela". Lo que intentaremos esbozar aquí es la relación que existe entre el vasto legado cervantino y lo que solemos llamar el episodio cultural y civilizatorio de la "modernidad".
Sterne, Flaubert, Dickens, Dostoievski, Mann y Kafka figuran en la lista de autores que han bebido del Quijote
El mérito residiría en haberse hecho eco de un nuevo orden de cosas, de una relación de nuevo cuño entre lo trascendental y la realidad
No fue sólo una manera de narrar, sino de la libertad misma, otorgada al individuo por encima de toda resolución de cariz sobrenatural
El legado cervantino
Tengo para mí -dijó Sansón- que el día de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal historia; si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso; y aun hay fama que se están imprimiendo en Amberes, y a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzga (II, 3).
No erró en este juicio de 1615 Sansón Carrasco o quien habla por boca de éste, ya el historiador Cide Hamete, ya el narrador, Cervantes; y el hecho es que, además de las muchas ediciones que se hicieron tanto de la primera como de la segunda parte del Quijote, la novela fue traducida casi inmediatamente a varias lenguas europeas: Thomas Shelton publicaba su traducción al inglés de las dos partes del Quijote en 1610 y 1620 -a éstas seguirían las traducciones de Peter Anthony Motteux entre 1700 y 1719, la de Charles Jarvis en 1742 y la del novelista Thobias Smollett en 1755, por citar sólo las de los siglos XVII y XVIII-; un llamado Pahsh Bastel von der Sohle, o der Sahle, publicaba la suya, en alemán, en 1648 -seguida de la traducción que con toda probabilidad leyó Goethe, la de Friedrich Justin Bertuch (1775-1777) y de la romántica de Ludwig Tieck (1799-1801)-; Lorenzo Franciosini ofrecía su versión italiana del Quijote en 1622-1625, a la que seguiría la de Bartolomeo Gamba en 1818; César Oudin y François de Rousset daban al francés la primera y la segunda parte del libro, respectivamente, en 1614 y 1618 -a esta versión seguiría, entre muchas, las famosas de Viardot (1836-1837), que es la que leyó Flaubert ("¡Qué libro gigantesco! ¿Puede existir uno más bello?", Carta a George Sand, 1869), y la de Damas Hinard (1847)-; y con menor puntualidad, Nikolái Osipov daba su traducción a la lengua rusa en 1769, preámbulo de muchas otras producidas en el siglo XIX. No cabe duda, pues, de que Cervantes no había hecho ninguna cábala ni había caído en la más pequeña muestra de soberbia al pronosticar el eco que tendría la que hoy consideramos su obra principal. El Quijote fue un éxito en todo el continente, y lo fue por las razones que se aducirán en la segunda parte de este artículo.
No fatigaremos al lector con un listado exhaustivo de los libros que, escritos con posterioridad al de Cervantes, acusaron su impronta. Pero es obligado citar, por lo menos, el famoso de Henry Fielding, La historia de las aventuras de Joseph Andrews y de su amigo Mr. Abraham Adams, libro que lleva incorporado al título un añadido inequívoco: Escritas a imitación de la manera de Cervantes, autor de Don Quijote (1742). Ésta es, posiblemente, la más clara y más genial de las "glosas" cervantinas que dieron las letras europeas, sin que podamos olvidar La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy (1759-1767), o la Historia de Tom Jones (1749), de Laurence Sterne; El Quijote espiritual, de Richard Grave (1772), especie de sátira en torno a la Iglesia metodista; La abadía de Northanger (1803) o Emma (1815), de Jane Austen; Los papeles póstumos del Club Pickwick (1836-1837), de Dickens -libro en el que la pareja Pickwick-Sam Weller resulta en un trasunto perfecto de la pareja Quijote-Sancho-; Madame Bovary (1857), de Flaubert -cuya heroína, Emma Rouault, posee, por culpa de sus lecturas románticas, una visión del mundo que chocará con la mediocre realidad tanto de su marido Charles como de las condiciones de vida en la aldea normanda en la que viven ambos-, o El idiota, de Dostoievski (1868-1869), cuyo protagonista, el príncipe Mishkin, parece renunciar a la madurez intelectual y al orden racional de los acontecimientos con los que se topa a lo largo de sus desafortunadas aventuras -no se olvide que, para multiplicar los efectos del legado cervantino, la suicida Natasha Filippovna deja junto a su cadáver un ejemplar de Madame Bovary-.
La lista sería interminable, y sólo cabe apuntar, para espolear la curiosidad de los lectores de las literaturas más recientes, que Thomas Mann escribió una Travesía marítima con Don Quijote; que Franz Kafka elaboró una estupenda paradoja del libro de Cervantes en el relato La verdad sobre Sancho Panza; o que Jorge Luis Borges colaboró a fundar, en cierto modo, una escuela de hermenéutica plenamente vigente en nuestros días con su juego narrativo Pierre Menard, autor del Quijote.
Daniel Defoe -el primer novelista moderno de las letras inglesas- tuvo en la mente las aventuras del Caballero cuando escribió en 1719 su Robinson Crusoe (más aún cuando éste se encontró, en su isla, no precisamente Barataria, con el asilvestrado Friday); Samuel Johnson consideró el Quijote como el más grande libro de "entretenimiento" del mundo después de la Ilíada; Addison, Shaftesbury y Lord Byron lo citaron elogiosamente -el último, en Don Juan, XIII, 8-11: "De todas las narraciones es ésta la más triste / porque nos hace sonreír..."-; Charlotte Lennox, pionera feminista, escribió un disparatado La mujer Quijote (1752); a Montesquieu no le gustó, porque no apreciaba la literatura de ficción en general; Melville, en The Piazza Tales (1855), parodia también de la caballería, dijo de don Quijote que era "the sagest sage that ever lived"; el historiador inglés de la literatura española George Ticknor tuvo, en 1863, el gran acierto de hablar del Quijote, antes de que lo hiciera en los mismos términos Menéndez y Pelayo, como "the oldest classical specimen of romantic
[relativo a romance] fiction, and one of the most remarkable monuments of modern genius" (History of Spanish Literature, XII); Sainte-Beuve lo consideró Biblia de los tiempos modernos, precisando que todo el mundo posee un lado quijotesco y otro sanchiano; Turguénev, quizás influido por Flaubert, escribió un curioso Hamlet y Don Quijote; Sigmund Freud fundó en Viena, hacia 1871, con su amigo de juventud Eduard Silberstein, una Academia Española (también denominada, en la correspondencia entre ambos, S. S. S., quizá Spanische Sprach-Schule, Escuela del Idioma Español) y estudió el castelllano para leer el Quijote en lengua original, algo que también hizo Karl Marx; Kierkegaard adoraba el libro; Nabokov no tanto; Lionel Trilling, uno de los mejores críticos de la escena norteamericana del siglo XX, dijo que "toda la prosa de ficción es una variación del tema de Don Quijote"; Michel Foucault le dedicó páginas memorables en Les Mots et les choses; y Harold Bloom, tan exigente con los autores no anglófonos (o con quien fuere que no se llamase Shakespeare), consideró a Cervantes como "el único par posible de Dante y Shakespeare en el canon de Occidente". El listado de referencias, como se ha dicho, no tiene fin; baste esta relación sucinta para adentrarnos más fácilmente en la cuestión de fondo.
Don Quijote y la Edad de Hierro
Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío (I, 11).
Es evidente, con todo, que el Quijote no alcanzó la repercusión que hemos repasado por encima por el mero hecho de ser un libro ameno, de enorme gravedad moral, y escrito en uno de los estilos más pulcros, bellos y generosos que han dado las letras castellanas, un estilo entre cuya materia dorada significan poco o nada los fallos estructurales que se encuentran, aquí y allá, a lo largo del libro, enmendados unos, otros no. Si el Quijote consiguió la fama que sabemos -que fue eminente, por cierto, mucho antes en Inglaterra, Francia, Alemania o Rusia, que en España, distraída siempre de sus méritos- fue, ante todo, porque representaba con enorme genio -es decir, de manera adelantada- una nueva sensibilidad, una nueva concepción del mundo, una novísima relación entre el decurso de una historia y sus lectores, y una originalísima manera de entender la narración de la aventura, y al lector como sujeto agente, en formación continua, en el propio acto de leer.
No está claro todavía, y es posible que nunca llegue a estarlo, si Cervantes añoraba la Edad de Oro de la caballería en términos cabales -la edad que había perdido en Europa todo su vigor con el fin de las Cruzadas o el cisma luterano, y, en España, rotundamente con la derrota de la Armada y el inicio de la Decadencia en tiempos de Felipe II- o si estaba anunciando, como una epifanía, una época con menos oropeles y con un sentido de la realidad más penetrante. No queda claro si Cervantes quería acabar de una vez por todas con la escritura y la lectura de los libros de caballerías de cuño antiguo (el último documentado se imprimió en 1602) o si pretendía ofrecer a sus lectores una transformación, puesta al día, de los altísimos valores expresados por la caballería en sus mejores tiempos -en el roman courtois o en la chanson de geste-, al amparo de modelos como el Amadís o Tirante el Blanco, libros que a Cervantes le merecían, como queda claro en I, 6, mucho respeto.
El caso es que, con independencia de la tradición literaria con la que se engarza el Quijote (y se engarza con ella a la perfección, sin solución de continuidad), la obra máxima de Miguel de Cervantes llegó a este mundo -como la pólvora, "diabólica invención" al decir del autor, porque desplazaba la noble lucha cuerpo a cuerpo- en el momento justo en que se inauguraba una nueva mentalidad, una nueva época, y un signo nuevo para la historia de la civilización de Europa. Ya Lutero había alzado su voz contra la decadencia del catolicismo renacentista y había reinstaurado, como base de la liturgia, el valor del Libro como lugar central en el diálogo entre Dios y los hombres; también la discusión sobre el libre albedrío había sido objeto de debates apasionados; ya Montaigne había escrito unos Ensayos de los que dice que más se escribieron para engendrar a su autor que a la inversa; ya Erasmo había enlazado entre sí, sin merma para ninguna de las dos, razón y desvarío en su Encomion Moriae; ya Francis Bacon abogaba por un conocimiento inductivo contra las deducciones heredadas del aristotelismo; Descartes no tardaría en confiar al conocimiento humano la primera y única justificación de la existencia, y Locke, en An Essay Concerning Human Understanding (1689), en sentar los cimientos del empirismo como verdadera herejía contra las desigualdades sociales en la Inglaterra del siglo XVII, contra todos los dogmas -de razón y de fe-, y más todavía contra toda fantasmagoría.
Todo ayudaba, pues, a que el Quijote se convirtiera en ese libro de gran éxito que fue durante los siglos que siguieron. El largo episodio de la Edad Media (no del todo desmentido ni siquiera en pleno Renacimiento, como demostraba la propia supervivencia de los libros de caballerías) había llegado verdaderamente a su fin en la mente de los europeos, en sus instituciones cultas, en sus conflictos interreligiosos y en su ordenamiento económico, legal y social: la Época Moderna se abría paso a grandes zancadas (muy a pesar de los defensores a ultranza del antiguo orden mental, como demuestra la fundación y los desmanes del Santo Oficio), y a la Edad de Oro añorada por Cervantes le sucedía, sin grandes saltos, como es propio de todos los episodios de la historia, una Edad de Hierro que es, posiblemente, la que dominó la vida de nuestro continente hasta hace unas décadas, es decir, hasta que empezó lo que hemos venido en llamar "posmodernidad".
El mérito de Cervantes residiría pues, básicamente, en haberse hecho eco de un nuevo orden de cosas, de una relación de nuevo cuño entre lo trascendental y la realidad, entre lo ideal y lo cotidiano, entre el punto de vista individual y la amable adjudicación de la opinión a voces multiplicadas -aunque lo hiciera de una manera relativamente ambigua y quizá sin plena conciencia del asunto-. Lo verdaderamente original, o casi -pues las parodias de las novelas de caballerías se habían escrito por docenas durante el siglo XVI-, en nuestro caso, fue asumir, bajo una estructuración narrativa tan enrevesada cuanto inédita, según un juego especular sin precedentes, que había llegado el momento en que la voz del narrador quedara velada, casi oculta del todo, por la autonomía del diálogo de los personajes y de las aventuras que éstos protagonizan. Lo nuevo en Cervantes, como en Fielding o en Wieland (pero ahí hay que establecer una gradación de mérito, por meras razones cronológicas en la tradición literaria), fue considerar al narrador como un mediador de un discurso que parece expandirse por sí mismo, una novela en la que los personajes, inmersos en una polifonía que les otorga una libertad casi inconcebible hasta entonces, son agentes de una historia y de unas aventuras que parecen fluir al albur de accidentales circunstancias, y no bajo el peso de cualquier tipo de apriorismo o del imperio de cualquier poder exterior a la propia narración.
A la jerarquía de valores subsumidos por la autoridad de lo preestablecido, del orden feudal o de la fe, hallaron acomodo en Cervantes quizá los valores de antaño (la Edad de Oro), pero ya de un modo que cabe llamar objetivamente desquiciado: para la posteridad literaria, no importó tanto la falta de quicio de don Quijote cuanto el contraste entre unos ideales de capa caída -ya sin soporte trascendental asegurado- y una realidad que se abría camino a pasos agigantados (y no estará de más recordar ahora otra de las figuras en las que se fragua la modernidad literaria de la que estamos hablando, es decir, Rabelais, y sus desmesuras alocadas). Bien observó Lukács, en lo que sigue siendo la mejor aproximación a la novela moderna hasta el presente, que "la primera gran novela de la literatura universal se levanta en el umbral del periodo en que el Dios cristiano comienza a abandonar el mundo, en que el hombre se vuelve solitario y no puede encontrar ya sino en su alma, en ninguna parte arraigada, el sentido y la substancia; donde el mundo, arrancado de su paradojal anclaje en el más allá, se encuentra, en adelante, librado a la inmanencia de su propio sinsentido". Lo problemático, pues, se abría paso allí donde había reinado, hasta entonces, lo indiscutible.
Como ya se había leído en los personajes que urden el Lazarillo, e igualmente en el lenguaje común de La Celestina, el Quijote asombra por la contingencia de sus avatares y por la extremosa realidad de las situaciones en las que se verán envueltos sus dos más grandes personajes: esto es lo que se percibirá en toda la historia de la novela moderna, incluidas las grandes producciones de Franz Kafka, en las que los protagonistas son vapuleados al ritmo de determinaciones que, en este caso, escapan tanto a la lógica de los personajes como a las expectativas de los lectores. La locura de don Quijote, siendo tal, esconde una razón de ser, o una nostalgia, que no puede llamarse de otro modo que "epocal" -"En la ciega y tremenda guarida / de tal locura, la razón se oculta" (Wordsworth, El Preludio, V, 151 y siguientes)-; y en esta nueva época, consolidada progresivamente, se encuentran tanto los personajes de Cervantes como los calcos inventados por Fielding, Swift o Sterne, como aquellos en quienes nos parece más difícil aceptar un cuño cervantino: Carlota revisitando Weimar (Mann), Josef K. o sólo K. deambulando por juzgados laberínticos y villorrios de olvidado nombre (Kafka), y Humbert Humbert perdiendo la sensatez por Lolita en un peregrinaje desbocado (Nabokov). En todos ellos, y en cuantos héroes o antihéroes de la novela moderna quiera traerse a colación, palpita esa contingencia y esa melancolía por un mundo sin fisuras que Cervantes presentó por vez primera con crudeza inapelable.
Se ha dicho más arriba que quizá haya que considerar acabado ese ciclo o Edad de Hierro de la que habló Cervantes, y de la que plantó el primer hito literario de valor indiscutible y claro. Y es que resultaba doloroso, aunque su ejemplo haya perdurado casi cuatro siglos, desaparecer sin más de la escena de la creación y creer a Dios ausente de las bambalinas del arte. La generosidad y valentía laicas cervantinas, que son los rasgos quizá más comunes a esta época a la que nos venimos refiriendo, pueden haber alcanzado su punto final. Si el periodo que llamamos modernidad puede ser definido, hoy a la sombra de Cervantes, como un periodo basado en la desconfianza (a veces el desdén) ante los signos más ostensibles y obligatorios de la trascendencia, o como un periodo fundado en la confianza controlada en la pura determinación de la materia histórica, ahora cabe preguntarse si la cultura occidental no transita por derroteros en los que volverá a resultar necesario un asidero potente, trascendental y soberano. Quizá nos hallemos a las puertas de una nueva épica -El nombre de la rosa, Supermán, La guerra de las galaxias, El Señor de los Anillos, Troya o La Pasión de Cristo, de Mel Gibson-, ahora de mucho menor calibre que en sus buenos tiempos, que vendrá en apoyo de los desconcertados, abrumados ciudadanos y lectores de los tiempos presentes: donde hubo esa aventura que Hegel diagnosticó como propia de la larga temporada del roman -esa suma de contingencias sujeta a los más inesperados avatares, hija de las determinaciones más imprevisibles-, parecen hoy afianzarse personajes cortados según patrones fijos, de cartón piedra se diría, y situaciones cuya lógica se adivina desde la página primera, algo que no fue el caso ni del Quijote ni de toda la estela de novelistas que nacieron a su sombra. La esfera pública que irrumpió en los caminos venturosos del Quijote parece difuminarse, ya no al modo kafkiano, proustiano o musiliano -en cuyos casos se magnifica el secreto y el misterio de esa esfera-, sino al estilo de los tiempos premodernos, cuando dicho espacio, más que un lugar de la aventurada posibilidad, actuaba como espacio sideral, incomprensible y extramundo.
Por esta razón resulta tan importante invocar la invención del Quijote en nuestros días: porque este invento lo fue no sólo de una manera de narrar, sino de la libertad misma, otorgada al individuo por encima de toda resolución de cariz sobrenatural. Ésta es la grandeza que conviene celebrar hoy en Cervantes: la del primer síntoma de una modernidad que alentó, entre otros agentes muy diversos, un horizonte de libertad para los individuos y un espacio para la libre construcción de una historia nunca enajenada.
Jordi Llovet es catedrático de Literatura Comparada de la Universidad de Barcelona.
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