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Reportaje:IV CENTENARIO DEL QUIJOTE

Para elegir nuestro 'Quijote'

José-Carlos Mainer

A Azorín le enojaban los clásicos anotados, encorsetados, de la benemérita colección de Clásicos Castellanos, de La Lectura, con cuyos ejemplares dialogaron continuamente, sin embargo, sus libros Clásicos y modernos y Los valores literarios. Prefería que le dejaran equivocarse solo y, de hecho, un tardío libro de 1948, Con permiso de los cervantistas (título revelador donde los haya), lo dice paladinamente: sin más "viático" que los estudios de Américo Castro y su lectura personal, el autor acepta ser "un cervantista pelgar, un cervantista drope, un cervantista zarramplín, un cervantista chuchumeco". ¿Lo seremos también nosotros si leemos un Quijote sin andamiaje de prólogo y notas, decidiendo así entre los dos caminos que, al decir de Azorín, se nos ofrecen, "uno el de la erudición; otro, el de la vida"?

Espasa y Castalia tienen ediciones recomendables para escolares

La vida y la libertad son, de largo, propuestas más populares pero, en nuestro caso, no son el mejor equipaje para la excursión. Los clásicos han llegado a serlo por su vitalidad, por constituir -dijo el doctor Johnson acerca de Shakespeare- "un monumento sin tumba", pero también lo son porque es su propio tiempo y no otra cosa lo que los sustenta indemnes. La mejor percepción de los clásicos es una mezcla atinada de arqueología y disfrute en libertad: lo uno más lo otro, estimulándose mutuamente.

Pensemos en nuestro

Quijote:

¿no seremos más conscientes del alcance de las transgresiones imaginativas del hidalgo si pensamos que las aventuras de los molinos de viento, los batanes en la noche o los pellejos de vino suponen sendas presencias de la modernidad de La Mancha en los días de la crisis económica de 1600: unas recientes máquinas de moler granos, un vestigio de la veterana industria de lanas, una prueba del potente comercio vinatero? Puede que no mejore mucho nuestra lectura saber que los "duelos y quebrantos" eran unos huevos revueltos con sobras del día anterior, o que la truchuela era un bacalao en salazón (y no una trucha pequeña), pero ¿no entenderemos mejor la pasión del soñador Alonso Quijano cuando sepamos que los libros de caballerías eran lujosos, nada populares, tanto que adquirirlos le había costado varias "fanegas de tierra de sembradura"? Que Maritornes sea asturiana no es muy importante, pero que el escudero Sancho de Azpetia sea vizcaíno lo es, y mucho, tanto como que los duques sean aragoneses, o que el hidalgo visite una imprenta en Barcelona precisamente... Hay muchos Quijotes en potencia -locos por las lecturas- en el Quijote: por eso, ¿no agradecerá el lector que alguien le acompañe para entender a la infeliz dueña Rodríguez (y al lacayo Tosilos) o para saber qué clase de mal intelectual aqueja a Lorenzo Miranda, el hijo del Caballero del Verde Gabán, fascinado por la erudición humanística? (De paso, añadamos que el uso de las prendas verdes, en el libro y en la época, daría para una nota muy larga de un editor puntilloso).

Leamos el libro con notas, por supuesto. Y sepamos que al esfuerzo de los cervantistas (los menos chuchumecos) no solamente debemos el cabal entendimiento de algunos pasos, sino que nuestra lectura se beneficie de la puntuación pertinente o que se nos presente dividida en párrafos. La tarea de hacer más accesible el Quijote empezó pronto... Quien quiera homenajear a tan ilustres precursores, disfrutará con el bello y sobrio estuche con el que el Gobierno de Aragón se anticipó (a finales de 2004) a la celebración centenaria: contiene un facsímil de la edición que la Real Academia hizo en 1780 y que fue encargada al gran impresor aragonés Joaquín Ibarra. El libro hizo honor a sus prensas y supuso el primer hito en la necesaria mejora del texto de 1605 y 1615, enriquecido además por dos trabajos pioneros de Vicente de los Ríos (una biografía de Cervantes y un juicio de su obra) y hasta por un bonito mapa de la "porción del Reyno" que visitaron los héroes cervantinos. Pocas veces la afición de las instituciones a la impresión de facsímiles nos ha procurado un regalo tan delicado y memorable...

Los caballeros ilustrados supie-

ron, por vez primera, que el Quijote era un libro nacional y entendieron que tal cosa aparejaba una difusión que lo pusiera al alcance de todos. Algo así vio la editorial SM que en 1999 encargó a Andrés Amorós una "edición cultural" (curioso adjetivo) del Quijote: una suerte de enciclopedia gráfica "para leer y entender el Quijote", proponiendo, por ejemplo, puntos y aparte más frecuentes que los habituales y anotando con profusión los vocablos difíciles. No es un Quijote para niños que, como decía Ortega en 1920 (y no sin razón), no deben leer obras melancólicas e irónicas como la nuestra... Pero como los niños son también ciudadanos de la Cultura de Estado y por ende, sujetos pasivos del centenario, no está de más recordar un par de buenas adaptaciones para ellos: la hecha por Eduardo Alonso para la editorial Vicens Vives y la más reciente de Rosa Navarro para Edebé.

Pero el camino hasta las edicio-

nes modernas, objeto principal de este repaso, ha sido largo. Los actuales intérpretes de la novela tienen contraída una larga deuda con Juan Antonio Pellicer, autor de la de 1797 en cinco volúmenes, y con Diego Clemencín, quien anotó con minucia la madrileña de 1833-1839 que tuvo seis tomos (Biblioteca Nueva ha tenido la buena idea de sacar un facsímil de la edición de estas notas, hecha en 1885). No las mejoró mucho otro erudito más conocido, Juan Eugenio de Hartzenbusch, que hizo las suyas para la impresión de 1863 en cuatro volúmenes, hecha en Argamasilla de Alba. Hasta que don Francisco Rodríguez Marín realizó sus nuevas ediciones, ya en el segundo decenio del siglo XX, no hubo mejoras sustanciales. Y con la primera edición preparada por Martín de Riquer en 1944 para la editorial Juventud entramos ya en la historia moderna del texto quijotesco, cuando la solvencia en las modificaciones del texto y el rigor y la imaginación en las notas son los rasgos determinantes. En definitiva, ¿quién mejor que un medievalista como De Riquer para entender la chifladura de un hidalgo español de hacia 1600 que se empeña en vestirse como un caballero andante del siglo XV, pero que tiene en la cabeza el mundo de ideas de un lector de la literatura del siglo XVI?

De Riquer escribió un prólogo exiguo, como si él pensara que la intervención del filólogo debiera detenerse en la clarificación a pie de página y como si toda interpretación global tuviera algo de usurpación. O quizá de redundancia... Su edición más completa fue, sin embargo, la de Planeta, 1980, en la colección de Obras Universales, ahora con un excelente prefacio. Pero, desde entonces, ya no ha habido una sola colección de clásicos españoles que no haya querido tener su Quijote. La desaparecida editorial Alhambra encargó la suya en 1979 a Juan Bautista Avalle-Arce, filólogo imaginativo, también más medievalista que otra cosa, un poco quijotesco él mismo y autor también de un libro excelente que complementa su trabajo, El Quijote como forma de vida. Las colecciones (todavía activas, y sea por mucho tiempo...) Letras Hispánicas (de Cátedra) y Clásicos Castalia tienen sus Quijotes de 1977 y 1978, respectivamente, obra de los norteamericanos Luis Andrés Murillo y John Jay Allen, respectivamente. Uno y otro fueron frutos del hispanismo de Estados Unidos en su mejor momento: meticuloso en el trabajo filológico pero resuelto, imaginativo y brillante (ambos autores se beneficiaron de una investigación decisiva sobre la transmisión del texto -el libro de R. M. Flores, de 1975- y ambos publicaron monografías memorables sobre Cervantes: Allen, sobre la dualidad Héroe-Loco y sus consecuencias; Murillo, sobre la noción del tiempo en el interior de la novela). Y de aquellos años fueron otras dos ediciones, más tradicionales: la del cervantista Alberto Sánchez (en Clásicos Noguer, Barcelona, 1976) y la preparada por Vicente Gaos, poeta y hombre complejo, más apasionado por el autor que seguro en su interpretación; su importante trabajo quedó en la editorial Gredos (1987). Curiosa y original, pero poco más, es la de Juan Ignacio Ferreras para Akal (1991): una suerte de Quijote radical.

La colección Austral, de Espasa Calpe, en su nueva orientación, tiene una edición excelente y muy recomendable para lectores catecúmenos, que también apreciarán los avezados. Impresa en 1998, es de Alberto Blecua (con la colaboración de Andrés Pozo). Con la misma dimensión escolar, han de citarse la de Florencio Sevilla en Castalia (1998), que resume al final el texto y ofrece -grave peligro- un eventual itinerario "abreviado" de lectura; la de Ángel Basanta para la Biblioteca Didáctica Anaya, la de Juan Carlos Peinado para la Bibliotheca Áurea, de Cátedra, y la muy reciente de Felipe B. Pedraza para Clásicos Edebé. Y, por último, Clásicos de Biblioteca Nueva ha encargado la suya a Manuel Fernández Nieto: se anuncia como inminente en los últimos volúmenes de la serie.

La larga gestación del presente

centenario ha dejado huellas duraderas en la edición institucional. Los filólogos más madrugadores fueron los socios del Centro de Estudios Cervantinos que Carlos Alvar dirige en Alcalá de Henares. Suya es la edición a cargo de Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas, que apareció en 1993 (los mismos autores son responsables de la bienvenida edición de Cervantes completo, en El Libro de Bolsillo, de Alianza Editorial). Unos años después estallaba virulenta polémica por cuenta de su criterio textual, cauto y conservador, puesto en berlina por quien mejor conoce la compleja cuestión, Francisco Rico, que dirige el Centro para la Edición de los Clásicos Españoles (hoy con sede en la Real Academia Española). Si el lector no es filólogo, hará bien en no entrar al trapo de la batalla. Seguro que de las ediciones del tándem Sevilla-Rey le interesan mucho los prólogos de Rey Hazas, tradicionales pero sólidos. Y que admira, porque son sencillamente admirables, las dos grandes empresas de Rico, ambas para el Instituto Cervantes, concebidas como una suerte de areópago de expertos y de enciclopedias quijotescas donde se aúnan las interpretaciones brillantes, las lecturas a pie de capítulo, la anotación a dos niveles, los panoramas informativos y la bibliografía, todo ello puesto sobre el papel con una arquitectura tipográfica tan nítida como bella. Poco más hay que pedir. De 1998 fue la edición de la editorial Crítica-Instituto Cervantes; de 2004, tras la ruptura de Rico con el sello de Gonzalo Pontón, ha sido otra edición, muy parecida a la precedente, como es lógico, ahora para el Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg (el mismo año de 1898 dos colaboradores de Rico, Gonzalo Pontón y Silvia Iriso, habían hecho otra también para Galaxia Gutenberg). La edición del IV Centenario, por cuenta de la Real Academia Española y las otras hispánicas, tan difundida, es otro trabajo de Francisco Rico y una suerte de resumen de las virtudes y alcances de los dos proyectos anteriores.

Al dedicar la segunda parte del Quijote al conde de Lemos, Cervantes se inventó una carta que le había escrito el emperador de China para pedirle un ejemplar donde sus súbditos aprendieran la lengua española. No era broma... Cervantes fue el primer escritor que conoció y entendió los alcances de un éxito de ventas. Nada de lo que he recontado en estas líneas le hubiera extrañado. Ni siquiera que el lector curioso puede adquirir hoy, editado por el Centro de Estudios alcalaíno, una versión latina del Quijote (no es la primera, desde luego...) muy bien hecha por Antonio Peral Torres. Se editó en 1998.

Jose-Carlos Mainer es catedrático de Literatura de la Universidad de Zaragoza.

'La quema de los libros' (1800-1818), dibujo de Robert Smirke, en la exposición 'El Quijote: biografía de un libro'.
'La quema de los libros' (1800-1818), dibujo de Robert Smirke, en la exposición 'El Quijote: biografía de un libro'.

VIDA DEL LIBRO

1604. Cervantes vende la primera parte del Quijote a Federico de Robles por 1.500 reales.

- 26 de septiembre: Juan de la Cuesta obtiene el privilegio real para su edición.

- Diciembre: la novela entra en Madrid a imprenta. Sus primeros ejemplares se distribuyen semanas después.

1605. Aparecen 8 reimpresiones: 4 en Madrid, 2 en Lisboa y 2 en Valencia.

1607. Primera edición fuera de España (en español), de Roger Velpius, en Bruselas.

1608. De la Cuesta hace otra impresión con adiciones y correcciones.

1615. Se publica la segunda parte.

1617. Aparece en Barcelona la novela completa pero en partes separadas.

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