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Columna
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La segunda alegría

El pasado domingo me hallaba yo ante mi mapa pinchando banderines en las cercanías de Burdeos. Escuchaba a Schumann, las Novelettes. Bien, decía Roland Barthes que en la música para piano de Schumann escuchaba el sonido de la locura. Yo no soy tan agudo, y con esa música trataba de ahuyentar una danza de cifras que me taconeaba el pensamiento mientras pinchaba banderitas en las cercanías de Burdeos. Treinta y tres más cuatro más uno más ocho, sudaba el metrónomo, enloquecido. Leicht und mit Humor, marcaba la música, acallando un no nos van a dejar vivir que se resistía a detener sus piececitos danzantes. Y yo pinchaba otra banderita en la desembocadura del Garona: Le Verdon sur Mer. A eso de las siete, tuve una corazonada y se la comuniqué a una amiga. Creo que estamos ganando, le decía en mi mensaje. Y me olvidé de los números y me sumergí en la música de Schumann. Escuché las Fantasiestücke y sus Humoresque sin acordarme de mis banderitas, hasta que me decidí a hacerle frente a mi corazonada. Había transcurrido ya más de una hora desde el cierre de los colegios electorales y mi corazonada se paseó por el silencio oficial como una procesión por la vía Apia. Recé un responso por el Plan y me olvidé de las cercanías de Burdeos.

Sospecho que cuando lean estas líneas estarán ya saturados de análisis y que su alegría, si es que la tuvieron, se habrá ido evaporando en esa querencia nuestra hacia la inercia. El pasado domingo, yo sí experimenté una gran alegría. Hubo un clamor que se llamaba veintinueve, y quedó claro que a la lucecilla sólo le respondió la vocecilla. Mi impresión inmediata fue la de que se certificaba la agonía del plan Ibarretxe. Era mi segunda alegría de estos últimos años. La primera fue la del fracaso del Acuerdo de Lizarra. Sé que vendrán otras penalidades y que esas dos estrellas palidecerán en un cielo que volverá a oscurecerse. Sé que, fascinados como estamos con él, volveremos a auscultar sin mirada para otra cosa el retrato de Euskadian Gray, ese retrato inmarchitable en el que queremos vernos reflejados. Es falso, y en eso radica mi seguridad de que habrá nuevas alegrías y de que la oscuridad volverá a ser iluminada en este mi viaje intermitente hacia Cap Ferret. Ese retrato, cuya perfección queda impasible, nos destruye: cuanto más lo miramos, más decrépitos nos volvemos. El arte, cuando es falso, no nos ofrece ningún salvoconducto.

Roma nos salva. Uno de sus cadáveres nos alivió hace unos días y es Joseph Ratzinger, ya Benedicto XVI, quien nos alivia ahora. Sea cual sea la opinión que nos merezca el nuevo Papa, su elección desvía nuestras mentes del barrizal de las cercanías. Es otro el ingenio que desplegamos para hablar de él, otra la frescura de nuestro pensamiento, mucho más aireado al abrirse a un mundo que Benedictus nos lo presenta problemático. Estos días, en contraste con esa interpelación de la razón papal, las noticias sobre las últimas elecciones resultan inanes. ¡Cuánto esfuerzo en pretender matizar la nada! ¡Cuánta autocontemplación! ¡Cuánto empeño por que todo siga siendo como ya era! Hasta la margarita doctrinaria parece haber hallado el sol que lo convierte en girasol: ha aumentado en tamaño, ya que no en votos. Hablo del señor Madrazo, para quien la clave está en reconocer el derecho a decidir de los vascos. Después que éste haya sido ejercido, apelar a ese mantra no es más que un exorcismo contra sus efectos: una forma de conservar la poltrona y que otros no nos la quiten. No es otro el crisol de tanta demagogia.

Pero sí que ha cambiado algo tras estas últimas elecciones, aunque no sea más que la dimensión del abismo. Éste ha aumentado, siento desengañarles, y ahí puede estar la clave de nuestra salvación: sólo nos queda cambiar o despeñarnos. Toda la estrategia del señor Ibarretxe se ha venido abajo. El espejismo de 2001 se ha disipado y no es más que el líder de un partido mediano, veintidós diputados. Puede seguir empeñándose por la senda del buey, pero ya sólo le queda abrazar el abismo. A la tercera va la vencida se suele decir. O también que no hay dos sin tres, aunque esto último se suele formular más bien para anunciar las catástrofes. Escucho a Schumann, recojo mi mapa, guardo mis banderines. Benedicto XVI me resulta inquietante

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