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Columna
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Silencio

En su bloque de viviendas, a las seis de la mañana, hay alguien más despierto que él, o acaso hay alguien más despierto, aparte de él. Suena la cisterna de un aseo. Nervioso, se mete en la cocina para prepararse un zumo de naranja. ¿Quién puede ser él o ella, que se levanta a las seis de la mañana para trabajar? ¿O acaso es que tan sólo tira de la cadena? A veces se imagina que las puertas que se abren y se cierran son sonidos fantasmales de la noche anterior, tal vez ecos de una fiesta o de una velada amorosa. Pero, ¿quién? Todos los vecinos que viven en los pisos superiores son sospechosos.

Así, la madrugada es un juego de niños, de aquellos en los que se puede intercambiar cuerpos y cabezas, sin llegar a ningún resultado concreto.

¿Hay acaso alguien madrugador en su propia cabeza? Sí quizás sea él quien molesta, reconoce, mientras se bebe el zumo, que le sabe un tanto agrio. Hace tiempo que dejó de utilizar aquél absurdo exprimidor eléctrico que zumbaba como un demonio y cuyo ruido molestaba a los vecinos. Sin embargo, proseguía su búsqueda del silencio. Y cuanto más silencio hallaba, más silencio esperaba encontrar, en algún lugar de la casa, en el estudio, el baño, el dormitorio o en la propia cocina, agazapado en algún rincón de vacío, un silencio que pasaba inadvertido como un ratoncillo y que él estaba dispuesto a descubrir. Porque, ¿había algo más interesante que el ruido? Sin duda el silencio. La ausencia de voces, de vecindario, era mucho más misteriosa que su presencia.

Se fue convirtiendo poco a poco en silencio. Él ya no era un ser vivo a aquellas horas de la mañana, era una sombra, o mejor, un fantasma, que recorría la casa callada en busca de algún silencio que robar, que aspirar como quien hurta el alma de los ausentes. El silencio se fue transformando en una obsesión alimentada por los tapones para los oídos, pero, no obstante, cuando los usaba era menor el silencio que obtenía. Muy por el contrario, el silencio se tornaba un clamor, una orquesta agresiva de pensamientos que viajaban por su mente como flechas certeras, aunque, a veces, eran buques enteros de reflexiones los que, lentamente, pasaban de un hemisferio al otro de su cráneo, y surcaban su mundo, haciendo oír a los vecinos sus graves sirenas cuando hallaban tierra firme.

Después, cuando los vecinos se levantasen, vendrían los viajes sonoros de las aspiradoras, de las persianas, de los automóviles hacia los lugares de trabajo, de los bebés, los padres, los colegiales, los solteros y los abuelos, y la circulación de la ciudad bombearía en sus oídos con un ritmo parecido al de un corazón. Cuando eso sucediese, se metería de nuevo en la cama, se arroparía con las sábanas, y soñaría.

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