Europa, el mundo y la bendita buena fe
Era aquella una época, no hace tanto tiempo, en la que los principios sobre los que se habían construido vida política y social común, solidarias y siempre valientes, emociones compartidas, convivencia y agenda de contactos, intereses y amores, duraban en buenos términos lo que ahora, más o menos en día soleado, tarda un ciervo pequeño en comerse siete rosas en la tumba de un extraño en el cementerio de Viena. Había miedo, fascismo, comunismo y guerra. Había horror después de la guerra que a tantos se había llevado y había esa inmensa cobardía y culpa que todos los días recordaba que tantos de los muertos habían sido jaleados. Todas las tumbas nos eran propias de una forma u otra. Y sí, el coraje había sido tan compartido como la enajenación que a tantos nos llevó a creer en el crimen.
Era aquella guerra fría que todos comentan pero nadie es capaz de sentir en su plena gelidez si no se vence ante las lápidas musgosas de toda Centroeuropa. Atrás quedaron los tiempos idílicos de "die schöne Leich", el cadáver bonito que todo vienés necrófilo quiere acompañar. Pero existía la fuerza de existir y del resistir mientras quedara hálito. Y de creer en aquello por lo que habían muerto tantas vidas que parecían recordarnos a nosotros tanto como nosotros a ellas.
Siempre fue el cementerio de Viena, la mitad de la superficie de Zúrich y siempre el doble de divertido que aquella ciudad tan borde y pija suiza, un baremo fundamental para grabar la felicidad en la tierra de gentes siempre maltratadas por la historia pero siempre dispuestas a darles a sus ganas de vida la inteligencia que sólo de la vida brota. Quien conozca un cementerio de esa categoría nunca podrá olvidar gestos y gestas de quienes en ellos reposan, nombres que cantan gestas y salmodias.
Era aquélla una época muy dura, tras muchos millones de muertos, en ese maldito siglo XX, que se habían hacinado entre redes metálicas y frías tumbas colectivas abiertas, unas con más lápida elegante ya judía o rusa, británica u ortodoxa, húngara, austriaca, checa, eslovaca, rutena, serbia o croata, otras sólo con la cara de la tierra. Estaban allí las niñas pequeñas reposando junto a sus tíos, madres, padres y abuelos. Allí, al final de la pesadilla, era donde el cementerio se convertía en centro de encuentro y reunión de quienes sobrevivimos a lo que los europeos nos hicimos así, de tal forma, como los grandes monstruos perfeccionados de la humanidad, siempre a costa de nuestros muertos.
En esta Europa donde tantos han intentado, con éxito tantas veces, convertirse en seres humanos de plena dignidad y en la mayor libertad jamás experimentada, tenemos, queridos europeos autosuficientes, los más inmensos depósitos de seres queridos muertos. En Sedán, en Verdún, en Normandía, en Katyn, en Stalingrado y Paracuellos, en Badajoz y en Auschwitz, en Salónica y Srebrenica. Nosotros los europeos hemos generado la mayor movilización del odio y del crimen jamás habida. Hemos sabido matar mejor que nadie, más rápido que nadie y más barato que nadie. Nuestra buena fe puede existir. Pero los muertos no la corroboran.
Que nosotros los europeos hoy, traumatizados por nuestras guerras -humillación total al ser liberados sistemáticamente por otros de nuestros propios horrores criminales y de nuestra culpa rotunda-, nos queramos presentar como los seres más sensibles del planeta que ignoramos las necesidades de autodefensa de otros, nos puede convertir en seres extremadamente coquetones con emociones y lamentos ajenos pero no nos da derecho nunca a presentarnos como los garantes de esa superioridad moral que nos hace jefes de los criterios internacionales sobre el buenismo a ser impuesto.
Europa cada vez es menos mundo y quien no se dé cuenta está ciego o quiere realmente vender a los europeos un mundo que ya no existe. Europa puede compensar que no está en el Pacífico con su potencial económico, su experiencia, su capacidad moderadora y la autoridad de la buena fe. Pero para tener buena fe hay que tener autoridad y quizás sea ahí donde el Viejo Continente cruje con todos sus interlocutores. Y no sin razón.
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