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¿Una justicia improbable?

Josep Maria Vallès

Sobre la Administración de justicia pesa el veredicto severo de la opinión pública. Tal vez excesivamente severo. Pero que se repite y se agrava de año en año. La última encuesta del CIS (febrero 2005) registra que casi el 60% de quienes valoran la Administración de justicia como servicio la consideran poco o nada eficiente, situándola en último lugar entre 13 servicios públicos. Triste noticia para la Administración de justicia y, sobre todo, para el Estado de derecho. Más grave aún porque ratifica consultas anteriores sobre la cuestión.¿Cómo explicar este riguroso veredicto sobre la justicia?

Hay quien apunta a la llamada "politización de la justicia" y señala la necesidad de apartarla de la política. Es un argumento sorprendente en boca de quienes defienden a capa y espada que la justicia es un poder estatal e incluso sostienen a veces que es el poder estatal por excelencia. Es sorprendente porque cuesta concebir la idea de un poder estatal despolitizado. Si es poder estatal, se sitúa en el ámbito de la política. Quien quiera mantenerla al margen de ella debe renunciar a considerarla poder estatal y convertirla en un servicio técnico de la Administración. O lo uno, pues, o lo otro. Soñar con la quimera de un poder judicial al margen de la política democrática, de su pluralismo y de sus contradicciones, es una ingenuidad o es una coartada.

Diferente era la posición de un ya lejano Libro Blanco sobre la justicia que ya establecía un diagnóstico preocupante y recomendaba remedios. Algunos pasos se han dado desde entonces, pero no con la amplitud y la intensidad que la gravedad de la situación exige. En línea con aquel diagnóstico, hay motivos de peso que explican la percepción negativa sobre la justicia en nuestro país, a diferencia de lo que ocurre en otras democracias europeas. Tales motivos nacen de las deficiencias de un servicio que no ha asumido -en estructura, en cultura organizativa, en tecnología- los cambios experimentados por otras administraciones y otros servicios públicos en el último cuarto de siglo democrático. Y el tiempo corre sin clemencia. Sin un fuerte impulso renovador, la situación no se estanca, sino que se agrava.

Con la preparación del nuevo Estatut, se presenta una oportunidad en Cataluña -y, por tanto, en España- para convertir aquel impulso en políticas efectivas. Las propuestas contenidas en el texto de la ponencia parlamentaria son constitucionales, son moderadas y son razonables. Son constitucionales porque se ajustan a lo que permite la Constitución de 1978, si la Ley Orgánica del Poder Judicial y sus sucesivas reformas no hubieran cercenado posibilidades de intervención autonómica en la organización del poder judicial. Son moderadas porque no federalizan la justicia -como correspondería a un Estado compuesto como es el nuestro-, sino que conservan el carácter estatal y no autonómico del sistema jurisdiccional, con todos sus órganos y su personal judicial y fiscal. Hay que desmentir, pues, las denuncias alarmistas e infundadas sobre un presunto despiece del poder judicial y la pérdida de su unidad.

Finalmente, las propuestas estatutarias son razonables porque su aplicación facilitaría una mejora sustantiva de la calidad del servicio. Entre estas propuestas, se cuentan la atribución al Tribunal Superior de la condición de última instancia en Cataluña -con las precisiones procesales que convengan-, la intervención determinante de la Generalitat en la regulación y gestión del personal -salvo en el caso de jueces y fiscales-, la recaudación de las tasas judiciales e intereses devengados por las actuaciones judiciales en Cataluña, la intervención efectiva de la Generalitat en la fijación del mapa judicial catalán, la institucionalización de una justicia de proximidad en los núcleos urbanos, la idoneidad lingüística del personal destinado a Cataluña y la constitución de un consejo territorial de la justicia que ejerza atribuciones delegadas del Consejo General.

En pocas palabras, no se pretende triturar un poder estatal. Se pretende descentralizar efectivamente lo que el Tribunal Constitucional calificó como "administración de la Administración de justicia", es decir, los medios materiales y personales que debe aportar la comunidad autónoma. Y a la vez, se busca una aproximación -no una sustitución- del Consejo General del Poder Judicial en sus tareas de gobierno judicial.

Todo ello redundaría en una gestión más ágil del servicio, una mejor capacidad para atender demandas sociales y un ejercicio más directo del obligado rendimiento de cuentas ante la ciudadanía. Sin estas medidas, incrementar incesantemente los recursos materiales y humanos del servicio tendría un rendimiento poco satisfactorio y apenas justificable frente a otras urgencias sociales.

¿Es improbable en nuestro país una justicia ágil, accesible, eficiente, inteligible? Algunos lo sostienen, con mayor o menor grado de resignación. Pero no hay resignación entre los buenos profesionales de la justicia, ni entre los actores sociales que aspiran a un mayor progreso social y económico. Mucho menos todavía pueden resignarse los gobiernos responsables de la materia, en el Estado y en la Generalitat. Se han presentado ante sus electores como impulsores de cambios en beneficio de la sociedad. Les toca concertar apoyos sociales y profesionales para cumplir con sus compromisos con la justicia que exige nuestra sociedad. Les toca hacer viable lo pretendidamente improbable.

Josep Maria Vallès es consejero de Justicia de la Generalitat y miembro de Ciutadans pel Canvi.

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