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Columna
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República

A cualquier hora del día o de la noche podía sonar el teléfono en el hotel Victoria en la calle de las Barcas, donde se alojaba el Gobierno republicano y el recepcionista daba el aviso de alarma a los huéspedes para que se dirigieran al refugio. Bajaban pausadamente y se cedían el paso en el rellano de la escalera, como caballeros, mientras a lo lejos se oían los timbales de las cañoneras desde el mar. Era el invierno de 1936 y Valencia comenzaba a ser la capital de la República. Los madrileños llegaban por miles, sin volver el rostro por no ver su ciudad que habían dejado a las tinieblas. Venían hambrientos, con las manos rotas de levantar barricadas. Habían salido al amanecer, por una carretera polvorienta, hombres, mujeres y niños con el silencio pegado a los huesos. Entonces, "al bajar el puerto de Contreras, apareció Valencia, cuajada de luz, fantástica, irreal". Lo recuerda Eduardo Haro Tecglen en sus memorias de niño republicano. Valencia era cortés, abierta y generosa. El escaparate de Barrachina representaba un paraíso de abundancia. En el hotel Londres, donde se alojaban los corresponsales extranjeros, había paella los jueves. Toda la ciudad era una ventana abierta bajo la que pasaban los muchachos de las brigadas internacionales con las cazadoras de cuero, sus uniformes nuevos y las canciones del mundo.

En el cine Metropol estrenaban Mares de China de Jean Harlow, y la pantalla se agrandaba con el sonido esperanzado de la sirena de un barco, pero desde un balcón de la plaza Castelar se veían otras cosas: la llegada de los malagueños a la estación huyendo de los fusilamientos, descalzos, con el corazón en ruinas. Lo que temblaba bajo el viento de aquel noviembre era la intuición de algo irremediablemente perdido.

Vista desde ahora la República fue la verdadera isla del tesoro en nuestro mapa sentimental. Fue la primera experiencia democrática de nuestra historia con el sueño de igualdad nuevamente derrotado, el único gobierno que lo empeñó todo en favor de la cultura. Los estudiantes de las Misiones Pedagógicas iban por los rincones más olvidados llevando consigo romances y obras de teatro, poemas y libros... Había algo hermoso en aquellos viejos pizarrones montados al lado de las eras, donde cada tarde unos muchachos muy jóvenes, casi niños, enseñaban las letras a rudos campesinos que nunca se las habían visto con un trozo de tiza. En muy poco tiempo, España superó el analfabetismo y se situó a la cabeza de Europa. Aquella generación engendró un nuevo Siglo de Oro: Manuel de Falla, Machado, Max Aub, Picasso, Alberti, Buñuel, ... y muchos otros que se dejaron jirones de su propia vida en la defensa de aquel sueño.

La esperanza republicana es un sentimiento. Dentro de él hay nombres, hay música, hay recuerdos.... Hay también una ventana donde una mujer cosía a escondidas los tres trozos de tela de una bandera que aún no había sido proclamada. "Yo soy la Libertad, herida por los hombres", cantaba camino del cadalso en los versos de Federico García Lorca. A aquel sueño de libertad va dedicado el homenaje multitudinario que esta tarde se le rinde en Benetússer con gentes del cine, del teatro, de la música y de la literatura. Porque los seres humanos necesitamos el calor de reconocernos unos en otros para mantener viva una esperanza.

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