Un desafío contra la modernidad
Wojtyla el Grande, un título que ha sido usado ya por un cardenal en una celebración oficial. Grande y Santo para la Iglesia de Roma. Grande de igual forma por la huella que deja en la historia profana. Pero esta doble grandeza, que nadie pone en duda, ha supuesto demasiado a menudo la colocación de una sordina en el análisis global del más de un cuarto de siglo de reinado del "Papa que viene de lejos", como quiso definirse el propio Wojtyla en sus primeras palabras ante los fieles después de la fumata blanca. Sordina no tanto sobre sus contradicciones, luces y sombras, aspectos y resultados paradójicos de su pontificado, sino más bien sobre la propia coherencia de un hilo conductor demasiado a menudo eludido y que, a mi parecer, consiste sobre todo en un desafío contra la modernidad.
Creo que radica en ello el corazón del pontificado del Papa polaco: su anatema contra la Ilustración a partir de una incesante, intransigente, incansable predicación contra las "estructuras de pecado" y las "ideologías del mal" que han hecho del siglo XX la época del Holocausto, de los totalitarismos, de los campos de concentración nazis y de los gulags. No se trata, en efecto, de una simple denuncia, por muy autorizada que sea, de los horrores de los fascismos y de los comunismos como "horrores gemelos". Si de eso se tratase, el análisis y las enseñanzas de Karol Wojtyla poco o nada añadirían a hipótesis teóricas y reconstrucciones históricas hace tiempo ampliamente difundidas, sobre todo en un ámbito liberal-conservador (y de igual manera ampliamente discutidas por quienes, pese a condenar ambos totalitarismos, no los consideran asimilables).
El rasgo específico e ineludible del pensamiento y del magisterio de Juan Pablo II consiste, por el contrario, en la adamantina claridad y dureza con las que señala en la ilustración las raíces de las "estructuras de pecado" y de las "ideologías del mal" que han teñido de horror el siglo apenas trascurrido. Y la ilustración entendida no como metáfora, sino precisamente en el sentido preciso e histórico de un pensamiento que se desarrolla y alcanza su hegemonía durante el siglo dieciocho en Europa, reivindicando la autonomía del hombre: "la llamada ilustración europea, en particular la ilustración francesa, aunque sin excluir la inglesa, la alemana, la española ni la italiana" (Juan Pablo II, Memoria e identidad, 2005). El Papa salvará del anatema a la ilustración en Polonia, que "tuvo una trayectoria completamente aparte".
No se trata de un momentáneo exceso polémico. Al contrario, en las principales encíclicas y en los numerosos libros y alocuciones del Papa esta acusación aparece una y otra vez con insistente y casi obsesiva continuidad. La culpa inexpiable de la ilustración, que la convierte en matriz y incunable de las tragedias y de los males del siglo XX, consiste precisamente en su pretensión de asumir como instrumento irrenunciable de racionalidad (y por lo tanto de "humanidad") el pensamiento crítico, en su afán de emancipar al hombre de las "muletas" (por usar la expresión kantiana) del dogma, de fundamentar al hombre en sí mismo. El hombre como norma de sí mismo, el hombre autos nomos, el hombre que decide pasar toda pretensión de verdad (religiosa incluso, religiosa sobre todo) por el tamiz del tribunal de la razón, el hombre a quien por lo tanto ya no le hace falta el Dios de una Iglesia, constituye ante los ojos de Karol Wojtyla aquel que "comete el pecado que Cristo llamó 'blasfemia contra el Espíritu', declarándolo al mismo tiempo irremisible (cfr. Mt 12,31)" (ibíd.).
El Papa, en definitiva, se muestra perentorio en este tema, y en el libro que citamos, que sigue siendo su testamento espiritual, remacha autobiográficamente: "En el curso de los años se ha ido asentando en mí la convicción de que las ideologías del mal se hallan profundamente enraizadas en la historia del pensamiento filosófico europeo" (ibíd.). Hasta el extremo de que, retrotrayéndose respecto a la ilustración, considera a Descartes el responsable de un trastrocamiento radical del orden de la Verdad, en cuanto su cogito, ergo sum encomienda el "sum", el ser del hombre, a la primacía de la conciencia, desenraizándolo de esa primacía del esse que remite el hombre, necesariamente, a lo creado y por lo tanto al Creador.
Por lo demás, en la Fides et ratio, la encíclica "filosófica" de Karol Wojtyla, el momento en el que entran en gestación con prepotencia las "estructuras de pecado" viene localizado entre finales de la Edad Media y los albores del Humanismo, cuando Fe y Razón cesan de ser las dos "alas" con las que vuela la Verdad, y la razón empieza a aventurarse en un camino independiente propio.
Todas estas vicisitudes, para Juan Pablo II, no son más que una mera réplica histórica de cuanto se daba ya en los orígenes, bajo la forma precisamente del pecado original. Que consiste, según las palabras de "extraordinaria perspicacia" de San Agustín evocadas por el Papa, en un "amor sui usque ad contemptum Dei", el amor por uno mismo hasta el desprecio de Dios (ibíd.., p.17). Tal es la pretensión de autonomía del hombre ("amor sui") que desencanta el mundo ("contemptum Dei"). La modernidad (una modernidad cuyo comienzo se sitúa incluso apenas la filosofía de la Edad Media tardía empieza a desafiar al tomismo) que, renunciando a la Verdad de Cristo, renuncia a la Salvación. Y este rechazo de Dios sólo puede culminar en las tragedias del siglo pasado en cuanto tragedias de la hybris inevitable de la aspiración humana hacia el autos nomos.
Es más, tal hybris de la razón en su pretensión de autonomía constituye, en definitiva, una forma de sinrazón, puesto que conduce al hombre a poner en discusión la existencia de una norma moral que sea a la vez y a un mismo tiempo ley natural, ley racional y ley divina. El carácter absolutamente vinculante de la ley moral natural, a la que la recta razón puede y debe llegar, y que coincide con la voluntad del Creador, es por lo tanto para Karol Wojtyla un punto fijo y una brújula. Las consecuencias que extrae de ello no pueden ser consideradas pues "excesivas", sino más bien esenciales y "estructurales" respecto a su concepción.
En particular, no resulta en absoluto metafórica la denominación de Holocausto con la que el Papa polaco califica la práctica del aborto (que para Wojtyla es tal, obviamente, des
-de el mismo instante de la concepción, por lo que es también aborto, y por lo tanto homicidio, el uso de la píldora que se limita a impedir la implantación del óvulo apenas fecundado). Esta equivalencia entre el exterminio nazi llevado a cabo en los campos de concentración y la "matanza de los inocentes" realizada por la práctica abortiva debe ser entendida en cambio al pie de la letra. No es casualidad que Juan Pablo II escriba que "después de la caída de los regímenes edificados sobre las ideologías del mal... sigue vigente sin embargo el exterminio legal de los seres humanos concebidos y no nacidos aún" (ibíd, p. 22), precisamente a causa de la represión del "gran drama de la historia de la salvación" que "con la mentalidad ilustrada había desaparecido".
En definitiva, cada aborto es como Auschwitz, y ello porque el hombre, con las luces y la aspiración de la razón a la autonomía, "se había quedado solo: solo como creador de su propia historia y de su propia civilización; solo como aquel que decide lo que está bien y lo que está mal, como aquel que puede vivir y actuar etsi Deus non daretur, aunque Dios no existiera" (ivi, p. 21).
Se ha hablado, a propósito de la Fides et ratio, aunque también de otras tomas de posición papales (entre las que descuella la apertura hacia la ciencia compendiada en el reconocimiento de la injusticia llevada a cabo con el juicio a Galileo), de una apertura de Karol Wojtyla hacia la modernidad. Sin embargo, parece bastante más ajustado a la realidad de su magisterio, y a la coherencia de tal magisterio, hablar de desafío a la modernidad e incluso, vista la insistencia con la que las Luces son entendidas como origen de las "ideologías del mal", de desafío oscurantista contra la modernidad.
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