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Columna
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Al peso

Y hablando de Quijotes y de centenarios, observo que en estos días se menciona poco una página de la novela, no sé si cómica o no, que a mí siempre me ha intrigado mucho y que en las ediciones críticas suele ocupar un lugar entre el frontispicio y los diversos prólogos de los sabios de guardia por un lado, y el privilegio del rey por el otro: me refiero a la Tasa. En ese breve párrafo de dos o tres decenas de líneas, un tal Juan Gallo de Andrada da fe de que el Quijote ha sido compuesto sobre 83 pliegos de papel al coste de 3 maravedíes y medio cada uno, lo que arroja un precio obligatorio para la obra de 290 maravedíes y medio sin encuadernar. Mi erudita versión del clásico anota al pie de esta página que, en la época de su aparición, un kilo de carnero alcanzaba en el mercado el precio de 28 maravedíes, lo cual significa que un ejemplar de la novela equivalía más o menos a 10 kilos y pico de carnero. El Romanticismo ha trabajado tanto por convencernos de que la obra de arte no puede parangonarse con el resto de productos que se despachan en un colmado y de que entre el carnicero y el poeta media un abismo mucho mayor que entre el hacha y la pluma que manejan respectivamente, que ahora nos da un poco de pudor o de risa leer esta advertencia estampada en toda la frente del más despampanante de nuestros tesoros literarios. Y sin embargo, esa consideración material, crematística, cárnica del libro nos asalta a veces, procedente de algún reducto irracional de nuestro cerebro. Recuerdo que muchas veces, refiriéndose en cartas a amigos a esos folletines monumentales con que se ganaba algo más que la vida, Alexandre Dumas no se extendía en comentar las metáforas, las actitudes de los personajes o los vericuetos de la trama que poblaban sus creaciones, sino, mucho más prosaicamente, las páginas: le obsesionaban las páginas, hablaba de páginas sin cesar una vez y otra, necesito redactar un número más elevado de páginas al día, ayer conseguí casi medio centenar de páginas de un solo golpe, sólo 32 páginas me separan del final del relato. Sus razones no le faltaban: Dumas cobraba por el número de pliegos entregados al editor, y eso facilita que en Los Tres Mosqueteros se choque con diálogos largos como escaleras en que d'Artagnan precisa de 45 puntos y aparte para confesar a Constance que había dado un rodeo por aquel arrabal de París por el solo placer de encontrarse con ella.

Tal vez no esté de más rebajar un poco el lastre de esos mitos tontos que pretenden que el escritor es un semidiós camuflado entre humanos, y que producir un solo capítulo de novela vale mucho más que diez jornales de picapedrero en una mina de sal. En dos meses, una librería malagueña llamada Sprin ha conseguido sacudir nuestras conciencias a través de un método certero: vender los libros al peso. Como en una tienda de ultramarinos, cada escritor o género tienen asignado un precio por gramos de los que el cliente se sirve a discreción, dependiendo de la dosis que necesite para ir al baño o echarse la siesta. Una iniciativa tan arriesgada que no puede sino suscitar un número equivalente de entusiastas y de detractores: pero que puede devolver el libro a la calle y hacerle valer como lo que es, un objeto más, una herramienta, un pariente de la llave inglesa y del impermeable que tiene por misión salvarnos de otras lluvias.

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