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Columna
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El quiosquero

La novelista Josefina Aldecoa, que sabe mucho de jóvenes, nos refería el otro día, en el homenaje de la SER a Hans Christian Andersen, su desesperación ante la dificultad que supone para muchos niños actuales entrar por la puerta mágica de la lectura. No obstante la calidad y profusión de los libros infantiles que inundan hoy el mercado, la competencia de la televisión, de los videojuegos y de otras tentaciones de la pequeña pantalla es aplastadora. ¿Qué niño, si no tiene padres que ellos mismos son lectores impenitentes y den el ejemplo, se meterá en un libro cuando es mucho más fácil sentarse delante de la caja tonta en una de sus modalidades? Y si el niño no le coge gusto a la lectura, para que ésta sea fuente de gozo, ¿qué esperanzas hay de que lo haga cuando sea adolescente, o más tarde? Pocas.

Aldecoa, que ha coordinado el libro La educación de nuestros niños, tuvo la suerte de nacer entre lectores, entre gente adicta a la palabra escrita, y cree en la fuerza de los cuentos para alimentar imaginaciones juveniles. Cómo no. Nunca olvidaré los que improvisaba mi padre, y con los cuales muchas veces me adormecía. Tampoco su entusiasmo al hablarnos de los personajes de su novelista favorito, Carlos Dickens, que para él tenían mucho más entidad que los tipos con quienes había ido tropezando en la llamada vida real. Mi padre, además, amaba los libros en sí, como hechos físicos: el papel (con sus distintos olores y texturas), la tipografía, la encuadernación, las ilustraciones. No pude resistir el contagio, y me considero en consecuencia un afortunado. Transmitir la pasión por la lectura es uno de los regalos más inestimables que se le puede hacer a un niño.

Escuchando a Josefina Aldecoa, y recordando aquellos cuentos de mi padre, me vino a la memoria un encuentro ocurrido hace cinco o seis años en Granada. Quien iba a mi lado en el autobús me explicó que había montado no mucho tiempo atrás, en un pueblo de la Vega, un pequeño quiosco. Y ello movido por la convicción de que, si ofreciera a sus vecinos unos periódicos y revistas, casi disfrazados entre chucherías de varia índole, poco a poco algunos de ellos irían cogiendo el hábito de la lectura, aunque al principio sólo fuera para entretenerse con ¡Hola! Sus amigos le habían dicho que para nada cometiera tamaña tontería, que sería un riesgo estúpido, que se arruinaría sin remedio, y así por el estilo. Además, ¿no tenía la gente suficiente con la tele? Y el hombre me contó, con júbilo, que no sólo se habían equivocado de cabo a rabo los pesimistas sino que ya había clientes que compraban cada día un periódico y de vez en cuando una novela, y que entre los asiduos tampoco faltaban niños. Estaba loco de contento con el éxito de su iniciativa.

Nunca volví a ver al quiosquero, cuya vocación de estimulador de afanes lectores, sobre todo entre los jóvenes, no puedo ni quiero olvidar. Pienso que haría falta un iluminado como él en cada pueblo de Andalucía, donde da pena que envejezca tanta gente sin conocer la inmensa felicidad de perderse por los vericuetos de un buen libro.

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