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Reportaje:EL FIN DE UN PAPADO | La historia de los cónclaves / 1

De obispo de Roma a primado de toda la Iglesia

El Papa representa la concepción monárquica, frente a la colegiada que apoyan otros cristianos

El inminente cónclave para elegir al sucesor de Juan Pablo II evoca inevitablemente en el historiador de la Iglesia el gran debate sobre los orígenes y las formas que a lo largo de la historia ha revestido la institución del papado. Sin duda, es esta institución la que más divisiones ha provocado a lo largo de los siglos entre las diversas iglesias cristianas: todas se consideran católicas, es decir, universales, pero sólo una se denomina romana, aquella que reconoce la primacía jerárquica y doctrinal del obispo de Roma. Al final de la antigüedad se produjo la separación de las iglesias del Oriente cristiano, que se denominan ortodoxas, es decir, portadoras de la recta doctrina, aunque formalmente la división no se consumó hasta el siglo XI, cuando el Papa León IX y el patriarca de Constantinopla Miguel de Celulario se excomulgaron mutuamente provocando un cisma que aún perdura. En el siglo XVI la ruptura provocada por Lutero y la Reforma protestante tuvo y sigue teniendo como motivo fundamental la doctrina sobre el papado.

Ni la Iglesia de Roma fue fundada por Pedro ni fue Pedro su primer obispo
El papado es la institución que más divisiones ha provocado entre iglesias cristianas
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La teología católica ha hecho del papado una institución divina creada por Jesús. Su fundamento es el llamado principio pietrino: el Papa, en cuanto sucesor de Pedro, príncipe de los apóstoles, ocupa una primacía jerárquica y doctrinal que lo sitúa por encima de los demás obispos. Pero esta interpretación de los textos del Nuevo Testamento no es compartida por las demás iglesias cristianas: la misión de difundir el Evangelio y preservar la fe habría sido confiada por Jesús a todos los apóstoles y sería a todos los obispos, en cuanto sucesores de éstos, a quienes compete esta misión. Frente a la concepción monárquica de la Iglesia romana, defienden una concepción colegiada de todos los obispos.

Dejando de lado las consideraciones teológicas, es indudable que el papado es un fenómeno y una institución histórica. En los primeros siglos el obispo de Roma sólo se diferencia de los demás por ser el obispo de la capital del Imperio Romano. Al igual que los demás obispos, era elegido por el pueblo por aclamación entre los candidatos propuestos, pero ello provocó con frecuencia cismas, divisiones y enfrentamientos violentos. En cuanto a los orígenes de la Iglesia de Roma, lo único que podemos afirmar con seguridad los historiadores es que ni fue fundada por Pedro ni fue Pedro su primer obispo. Cuando Pablo escribe su epístola a los Romanos no menciona a Pedro y sabemos, además, que la figura del obispo surgió en Oriente a comienzos del siglo II y que en Roma apareció con bastante retraso. El único hecho histórico seguro es que Pedro, al igual que Pablo, sufrió el martirio en Roma en circunstancias y fechas desconocidas.

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Hay que esperar a mediados de este siglo II para ver obispos al frente de la Iglesia romana con los mismos poderes y atribuciones que en las otras iglesias cristianas. Pero ya en el siglo III algunos obispos de Roma intentaron extender su autoridad basándose en su condición de sucesores de Pedro, aunque siempre encontraron el rechazo de los demás obispos. En el 256, el papa Esteban intento imponer su doctrina sobre la rebautización de los herejes a sus colegas en el episcopado, pero ello encontró el rechazo de los obispos más importantes de la época, como san Cipriano de Cartago y san Firmiliano de Cesárea de Capadocia. Éste, en carta dirigida a Cipriano, expresa su rechazo con una dureza inusitada: después de comparar a Esteban con Judas y de que "se gloríe de tener la cátedra de Pedro por sucesión", añade: "Me lleno de indignación ante esta necedad tan manifiesta, pues quien se gloría de la dignidad de su episcopado y defiende su posición de sucesor de Pedro, sobre el cual se estableció el fundamento de la Iglesia, introduce otras muchas piedras y levanta muchas nuevas iglesias" (Cipriano, Epist. 75).

Pero se trató de casos aislados que no prosperaron. La conciencia de los obispos romanos de ser depositarios de una misión especial, una cura universalis ecclesiae confiada por Cristo, se fue formando muy lentamente. Hay que esperar a finales del siglo IV, durante el papado de Dámaso (366-384), para que los obispos de Roma comiencen a reclamar de una forma sistemática una primacía sobre las demás iglesias. Pero fue León Magno (440-461) quien desarrolló de una manera decidida la doctrina de esta primacía y fue el primero al que se le puede dar el título de Papa, en cuanto intentó actuar como tal. Pero, incluso con León Magno, la teoría del papado precedió al ejercicio efectivo de un primado universal.

El término papa, del griego páppas, padre, se aplicaba en origen a todos los obispos, e incluso presbíteros, y, como tal, se seguirá aplicando en Oriente hasta nuestros días. En Occidente, a finales del siglo IV se observa una costumbre de aplicar este título al obispo de Roma con fórmulas como Romanus papa o Urbis papa. Pero hasta el siglo VI no se generaliza como un simple sustantivo que designa al obispo de Roma. También el término Pontifex, tomado del sacerdocio pagano de Roma, se aplicó en origen a todos los obispos del mundo latino. Cuando León Magno empezó a reclamar la primacía romana se sirvió del título Summus Pontifex. A partir del renacimiento se generalizó la forma Pontifex Maximus, heredada de los emperadores romanos. De una manera similar, la fórmula Sede Apostólica se utiliza por vez primera a mediados del siglo IV. Todas las sedes episcopales antiguas se consideraban de origen apostólico y de ahí la proliferación de la denominación "iglesia apostólica". Pero la variante sedes parece que fue invención de Roma y, a partir de León Magno, las cancillerías papal e imperial generalizaron la expresión Sede Apostolica para resaltar la primacía romana.

Las teorías del papado y las aspiraciones romanas sufrieron un duro golpe en el Concilio de Constantinopla del 381, considerado II Concilio Ecuménico. Allí los obispos presentes, todos orientales, tomaron un acuerdo por el que se trataba de dignificar la sede episcopal de la recién creada capital del Imperio de Oriente, Constantinopla, equiparándola con Roma. El canon III allí aprobado dice que el obispo de Constantinopla debe ocupar el puesto de honor después del segundo de Roma, puesto que la ciudad es la Nueva Roma. Se reconoce a Roma la primacía de honor, pero no jerárquica, y siempre en función de ser la capital del Imperio. Fue una reacción a la teoría pietrina que entonces intentaban desarrollar los obispos de Roma. Éstos se negaron por mucho tiempo a reconocer este canon que, a pesar de todo, permanece invariable y marcó un largo proceso de incomprensión entre las iglesias de una y otra parte del Imperio que culminará con el cisma del siglo XI. En Occidente, el hundimiento del Imperio Romano permitió una consolidación progresiva de las aspiraciones de los obispos de Roma a constituirse en herederos religiosos e ideológicos de los emperadores. Títulos, honores y símbolos del poder como los colores blanco y rojo perpetúan hasta nuestros días la imagen de los emperadores romanos.

Ramón Teja es catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Cantabria y presidente de la Sociedad Española de Ciencias de las Religiones

Imagen del interior de la Capilla Sixtina tras la restauración finalizada en 1999.
Imagen del interior de la Capilla Sixtina tras la restauración finalizada en 1999.ASSOCIATED PRESS
La estatua de san Pedro a la entrada de la basílica.
La estatua de san Pedro a la entrada de la basílica.

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