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Columna
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Ficción

Enhorabuena: tenemos una nueva novela de Juan Marsé, Canciones de amor en Lolita's Club. Tiene como lema una cita de Marco Aurelio: "Es ridículo no protegerse de la propia maldad, lo que es posible, y hacerlo de la de los demás, lo que es imposible". Luego viene todo lo demás.

En una entrevista aparecida en el último Babelia, Marsé se explica así de claro: "A la ficción le debo todo". Y líneas más abajo: "Llevo con orgullo el estigma de escritor realista. Pero es esa quimera de lo real lo que me interesa. La ficción no aspira a ser la realidad, no quiere ocupar su puesto; quiere representarla, pero no suplantarla". Esa es, para empezar, la razón de que, entre otras cosas, contemos con un puñado de ficciones del propio Marsé, pero también de Eduardo Mendoza o de Vázquez Montalbán que nos permiten disponer de retratos de Barcelona de una sorprendente precisión. Y eso es posible porque son libros dotados de una conciencia de sí mismos ni altiva ni con ínfulas de objetividad (pienso, también, en el Brooklyn del excelente Jonathan Lethem), libros que en el fondo esconden el deseo de una cierta venganza: "A eso que llamamos realidad yo, en privado -sigue Marsé-, suelo tratarla con cierto desdén: la rajo, la destripo, la troceo, la adobo, la guiso y le doy otro sabor". En la ficción las historias de la vida y de la gente reencuentran -ya saben- "un olvidado sabor a sí mismos" que por fin los hace parecer humanos, reconocibles.

La suplantación es otra cosa: manipular es indispensable, edulcorar es una fechoría. El nivel de edulcoración es, además, un buen indicador del grado de enfrentamiento con su propia realidad que soportan un individuo o una cultura. En algún canal de televisión están repitiendo aquella serie de policías que protagonizaba José María Pou. Y en ella se nos mostraba un país (barrios, rincones, y rostros, cuerpos) de una dureza que no está ya a la vista en otra serie de policías de muy pocos años después: los callejones de los miserables han sido sustituidos por polígonos industriales o zonas residenciales, los personajes descansan más en historias personales de carácter sentimental que sobre la tensión de la trama en que se mueven. Un realismo como el de Padre Coraje es impensable en la televisión de hoy: basta con asomarse cinco minutos a ese prodigio de indigencia que es Arrayán para comprobar que la dosis de realidad que le toleramos a la ficción es ínfima, prácticamente invisible.

¿Por qué no se aprovecha la conmemoración del centenario del Quijote para promover una campaña en favor de la ficción pura y dura, en contra de la falacia de que la realidad es lo que se ve, en honor de los libros llenos de invención a los que debemos lo poco fiable que sabemos del mundo? ¿Por qué no una apostasía masiva del fetiche de lo evidente, una multitudinaria expedición en busca de lo que no aparece por ninguna parte porque por alguna razón debe permanecer invisible?

De modo que muchas gracias, amigo Juan Marsé. Cuando se caen las casas en el Carmelo, en la radio leen páginas de una novela tuya de hace cuarenta años: yo lo oí. Y las palabras de aquella ficción se tienen en pie con toda su firmeza.

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