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BODA REAL EN WINDSOR
Columna
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Sin hadas, pero sin cuento

Dos pancartas resumían el espíritu de los tiempos en que Camila y Carlos han logrado casarse. Una, la llevaban unas damas cristianas y decía lo siguiente: "Quien esté libre de pecado, que arroje la primera piedra". La otra era esgrimida por miembros de un grupo de gays que exigían para los cónyuges de sexos iguales los mismos derechos de que han gozado el príncipe de Gales y la hoy duquesa de Cornualles.

Pero si hubiera que pensar en una película relacionada con el evento tendrían que ser dos: Marty, Oscar a la mejor película en 1956 por mostrar un romance protagonizado por una pareja feúcha, y Rebeca, que, como ustedes saben, va de una primera mujer muerta violentamente cuya sombra se proyecta sobre el segundo matrimonio de su viudo.

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Yo, que estoy a favor de esta relación, pues me parece de lo más profunda y sensata, aparte de patosa y con mal timing, casi me alegré del escaso boato y la nula presencia de casas reales europeas. En compensación, había en la calle gente de edad madura que se mostraba comprensiva y entusiasmada, y que vinculaba el acontecimiento a su propia vida de la siguiente manera:

"A la boda anterior, en el 81, no pudimos venir desde Australia porque no teníamos dinero para el viaje. Pero ahora somos mayores y ya nos lo podemos permitir. Ellos también lo son, mayores. Y tienen derecho a una segunda oportunidad".

Esto lo dijo un hombre de, aproximadamente, la edad de los contrayentes.

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Y es que si el asunto hubiera de tener un acompañamiento musical ajeno a los solemnes cánticos que acompañaron la bendición en la capilla de San Jorge, no sería otro que una canción de Frank Sinatra, que posiblemente a los esposos les gustaría bailar: The second time around, porque, al fin, casándose, hacen lo que tuvieron que hacer la primera vez que se vieron y se enamoraron y no pudieron realizar debido al peso de los convencionalismos. Los años han demostrado que en la familia real británica hay tanto tomate como en Dallas. Echabas un vistazo a la bancada real, y mirando a los niños te acordabas de la insignia nazi lucida por uno de ellos recientemente; de la ausente Sarah Ferguson chupándole un pie a un señor en una playa; del primer marido de la austera y adusta princesa Ana (la única que se clavó un casquete para evitar que el viento se lo sacudiera), que se ponía, en privado, los vestidos y zapatos de tacón de su esposa; por no hablar de las mil y una historias que rodearon los años de Diana Spencer. Como para ponerle reparos a los matrimonios gay.

Lamenté, durante la ceremonia (y en los ratos muertos entre la boda civil y la bendición, con los invitados cotilleando) no saber yo también leer los labios. Habría dado varias pintas de cerveza por saber de qué estaban hablando los actores Stephen Fry y Rowan Atkinson, por ejemplo.

Esta boda, después de tantas torpezas y estúpidos ocultamientos, ha venido a confirmar eso que tanto se repite, pero que a menudo olvidamos: que el verdadero amor, como la fortuna, no se puede ocultar. Y que la verdad, tarde o temprano, flota sobre el error como un vaso de agua.

Fría y tiesa como un salmón recién pescado, la reina Isabel permaneció ajena a la pareja, a pesar de la cercanía física. Con la mirada fija en el menú del oficio, o bien ostensiblemente ladeada hacia el punto opuesto a donde se encontraba Camila. Idiotamente estando sin estar, sin comprender que ella es la principal culpable del cúmulo de despropósitos que condujo a Camila y Carlos a no casarse la primera vez, y a la ceremonia del falso cuento de hadas que se llevó por delante a una chica que creyó que iba a comer perdices.

Ayer, clavada en los peldaños, a la salida de la capilla de San Jorge, su graciosa majestad tuvo que ver cómo su hijo el príncipe de Gales, que será algún día rey si la biología manda, se acercaba a la gente llevado de la mano por una mujer de su edad (y la segunda más mayor de la familia), con la que está a gusto y a quien no tiene miedo. Se acercaba a la gente, buscando también en ella, quizá, una segunda oportunidad.

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