Un funeral global para un Papa popular
Seiscientos mil fieles y representantes de 200 países despiden en Roma a Juan Pablo II
La Iglesia católica no había celebrado nunca una misa de exequias tan imponente y multitudinaria. Los grandes del mundo y millones de peregrinos se congregaron en una mañana ventosa para despedir a Juan Pablo II, una figura de dimensiones históricas para la que cientos de miles de gargantas exigieron, en plena homilía, una inmediata canonización. Las salvas de aplausos y los gritos de "santo, santo" fueron el contrapunto popular a una insólita reunión de dirigentes políticos en la plaza de San Pedro. La delegación española fue la más importante enviada nunca al extranjero. Estaban los reyes Juan Carlos y Sofía; el presidente José Luis Rodríguez Zapatero; el ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, y el jefe de la oposición, Mariano Rajoy, acompañados por presidentes autonómicos y parlamentarios. Los peregrinos, 600.000 de ellos en la misma plaza de San Pedro o en las cercanías, ocuparon la ciudad y empezaron a irse por la tarde, en un éxodo pacífico. Roma, la vieja capital del mundo, estuvo a la altura de una ocasión sin precedentes.
Los Reyes y Zapatero encabezaron la más importante delegación española jamás enviada a un país extranjero
Cientos de miles de fieles reclaman en la ceremonia la canonización del pontífice fallecido al grito de "Santo subito"
El funeral del Papa congrega a la mayor representación de jefes de Estado y de Gobierno de la historia de Roma
El funeral de Juan Pablo II fue todo lo que se esperaba, y más. El viento, que agitaba el rojo de las vestiduras cardenalicias, contribuyó al dramatismo de la ceremonia cerrando los evangelios depositados sobre el ataúd como si cerrara una vida. El cardenal decano, Joseph Ratzinger, viejo amigo de Karol Wojtyla, recordó en la homilía la última bendición urbi et orbi del Papa "marcado por el sufrimiento" en el domingo de Resurrección, el 27 de marzo, y dijo que se había entregado "hasta el fin". Unas 600.000 personas se congregaron en San Pedro y alrededores y al menos otras tantas vieron el acto por televisión en otros puntos de Roma a través de 27 pantallas gigantes instaladas por el Ayuntamiento romano.
La ceremonia comenzó de forma privada en el interior de la basílica. El cardenal camarlengo, el español Eduardo Martínez Somalo, celebró el rito del cierre del ataúd, una caja sencilla de ciprés, y el arzobispo Piero Marini, maestro de celebraciones litúrgicas, leyó el rogito (una breve biografía del difunto) y lo depositó junto al cuerpo. En el interior de la caja fueron colocadas la mitra y una bolsa con 26 medallas, una por año, acuñadas durante el pontificado de Wojtyla. El secretario del pontífice, monseñor Stanislaw Dziwisz, cubrió el cadáver con un lienzo blanco.
Para entonces habían ocupado sus puestos en la plaza de San Pedro una decena de reyes, entre ellos el de España; 57 jefes de Estado; 3 príncipes herederos; 17 jefes de Gobierno, y 3 secretarios de organizaciones internacionales, entre otros representantes políticos. El Vaticano expresó después su "satisfacción" por la cordialidad, o al menos la cortesía, con que habían convivido en la ceremonia estadistas que, en casos como el estadounidense y el iraní, o el israelí y el sirio, no tenían costumbre de frecuentarse.
Unas 350.000 personas que habían pasado la noche al raso para gozar del privilegio de asistir al funeral se agolpaban en el sector de la plaza reservado al público, enarbolando banderas (polacas en su mayoría) y pancartas con lemas como "Santo enseguida" y "Juan Pablo II el Grande".
La salida del ataúd, seguido en procesión por 140 cardenales vestidos de rojo, para ser depositado sobre una alfombra roja (era el color dominante por simbolizar el luto pontificio), fue saludada con la primera salva de aplausos. El decano del colegio cardenalicio, Joseph Ratzinger, uno de los pocos que no fueron nombrados por Juan Pablo II, sino por Pablo VI, leyó en italiano una homilía que rememoró la biografía del Papa difunto: el joven estudiante que amaba el teatro, el "obrero amenazado por el terror nazi", el seminarista clandestino, el sacerdote, el profesor, el obispo y "el Papa que buscó el encuentro con todos". "Nuestro Papa, todos lo sabemos, no quiso nunca salvar su propia vida, tenerla para sí; quiso entregarse sin reservas, hasta el último momento, por Cristo y por nosotros", dijo Ratzinger.
El sufrimiento como imitación del Calvario constituyó el eje de la homilía: "En el primer periodo de su pontificado, el santo padre, todavía joven y repleto de fuerzas, bajo la guía de Cristo, fue hasta los confines del mundo. Pero después compartió cada vez más los sufrimientos de Cristo". "Ninguno de nosotros", siguió Ratzinger, "podrá olvidar cómo en el último domingo de Pascua de su vida el santo padre, marcado por el sufrimiento, se asomó una vez más a la ventana del Palacio Apostólico Vaticano y dio la bendición urbi et orbi por última vez. Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice".
Tras la homilía, interrumpida 13 veces por los aplausos, atronaron los gritos de "santo, santo". El gigantesco homenaje popular a la figura de Juan Pablo II era un motivo de alegría para la Iglesia, pero añadía presión a los cardenales que, el 18 de abril, deberán reunirse en cónclave para elegir al pontífice encargado de asumir una sucesión dificilísima.
Después se celebró la comunión y cientos de sacerdotes, en San Pedro y otros 27 lugares públicos de Roma, distribuyeron la forma consagrada. La ceremonia concluyó con una oración del cardenal Camillo Ruini, vicario papal para la diócesis de Roma, y con la súplica de difuntos de los patriarcas de las Iglesias Orientales, católicos de liturgia bizantina. El coro vaticano entonó el Magnificat y las campanas sonaron a muerte mientras el ataúd era reintroducido en la basílica para ser enterrado en la cripta.
El entierro fue, como el cierre de la caja, un acto privado, sin cámaras ni multitudes. El ataúd, marcado con el emblema del pontificado de Juan Pablo II (una cruz y la M de María), fue sellado con cintas rojas, colocado en otra caja de zinc y depositado en "la tierra desnuda" que pedía el testamento. A la tierra vaticana se añadió un puñado de tierra de Wadowice, la localidad natal de Karol Wojtyla, traída a Roma por una delegación de conciudadanos.
La tumba, cercana a la de San Pedro y a la de dos mujeres, las reinas Cristina de Suecia y Carlota de Chipre, fue cubierta con una lápida de mármol blanco de Carrara, de la misma cantera que produjo el bloque con que Miguel Ángel esculpió el David. Sobre el mármol, una cruz de madera y una placa de bronce con el nombre y los años de nacimiento y muerte. El Vaticano decidió cerrar la cripta por algún tiempo, para evitar que cientos de miles de peregrinos permanecieran en Roma a la espera de visitar la tumba.
Por la tarde, bajo un cielo gris y de forma relativamente ordenada, comenzaron a regresar a sus países las autoridades y los peregrinos. El Vaticano dio las gracias a Italia por su cooperación durante las históricas y multitudinarias jornadas fúnebres, y el presidente italiano, Carlo Azeglio Ciampi, agradeció a su vez a la ciudad de Roma su hospitalidad y sus esfuerzos. Era el primer día de Novendiales, las nueve jornadas de luto. Después, el cónclave y un nuevo Papa.
El día grande de Ratzinger
En vísperas de un cónclave, quienes se sienten papables intentan, de forma discreta e indirecta, hacerse ver y escuchar. No hay actos electorales ni manifiestos programáticos, pero sí homilías, entrevistas y artículos que cumplen una función similar. En este sentido, la celebración de las exequias papales constituía una ocasión única. Pero le correspondió oficiar, por veteranía en el cardenalato, al alemán Joseph Ratzinger, uno de los pocos purpurados que no necesitaba publicidad: ya era el más célebre y su prestigio no requería alzas. El funeral fue, en este sentido, un "tiempo neutro" en la cuenta atrás hacia la elección.
Camillo Ruini, presidente de los obispos italianos y conocidísimo en su país, pero menos en otras zonas del mundo, dispuso de una oración que quizá dio un cierto realce a su candidatura. La ceremonia, sin embargo, fue de Ratzinger, al que su propia importancia hacía menos papable que gran elector y al que el propio Juan Pablo II había concedido un papel protagonista todos los viernes: era el día de la semana en que el pontífice recibía al cardenal alemán para hablar de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en concreto, y de todo en general.
Ratzinger, que el día 18 cumplirá 78 años, era más joven que Wojtyla, pero durante mucho tiempo ejerció un cierto ascendente sobre el futuro Papa. Se carteaban antes de conocerse en el Concilio Vaticano II, eran ya muy amigos en el cónclave que eligió al fugaz Juan Pablo I y cuando éste falleció, Ratzinger fue uno de los principales impulsores de la candidatura de Wojtyla. Cuando el alemán superó los 75 años y sufrió un derrame cerebral leve, rogó a su amigo el Papa que le dispensara del cargo de teólogo supremo y le permitiera retirarse, pero Juan Pablo II le pidió que le acompañara hasta el fin. Ratzinger obedeció.
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