Carbono
Somos los humanos todavía unos seres carbónicos, pero falta ya poco para que seamos unos entes sólo metálicos bajo el reino del silicio, un elemento químico muy abundante en la corteza terrestre. La electrónica es una extensión de nuestro sistema nervioso, la informática se ha incorporado de forma sustancial a nuestro cerebro, la reparación de nuestro organismo está unida al bisturí de láser y la muerte de las personas, no así la de los animales, se produce cada día más contra una máquina, que puede alargar indefinidamente nuestra existencia convertida en un vegetal. Muere el Papa. En su habitación forrada de damasco habrá un Crucifijo de marfil, la imagen de una Virgen, algunos exvotos sagrados presidiendo su agonía. La partida hacia el otro mundo se la habrán disputado a medias las plegarias y las medicinas, las sondas, la resignación y la morfina. Cuando el Papa visiblemente haya expirado el Camarlengo le golpeará la frente tres veces con un martillo de plata llamándole por su nombre de bautismo. Si no responde, este silencio engendrará automáticamente el Réquiem de Mozart. Esta vieja usanza ya no tiene sentido, porque en ese momento en una pantalla del monitor habrá aparecido el encefalograma plano y el pitido del pulso unido a un cable habrá cesado de sonar. No creo que ningún cristiano haya deseado para el Papa una larga vida entubada, pero cada día las máquinas que nos impiden morir con dignidad son más perfectas y en ellas está la historia de terror que se avecina. Son aparatos blancos, asépticos, inteligentes e insensibles; se alimentan del cuerpo humano que tienen poseído con sus garras metálicas y de él van succionando lo que le queda de potasio, de magnesio e hidratos hasta dejarles el alma despojada y la carne convertida en la parte menos interesante del circuito. En ese momento se produce una macumba: el espíritu humano se transfiere a la máquina y el agonizante se convierte en un ente metálico, incurable y eterno. El Papa ha intentado varias veces expirar asomado a la ventana del Vaticano bajo la aclamación planetaria. Como representación de una agonía litúrgica hubiera sido la escena real más fascinante de la historia universal del teatro. No le concedió el Señor esa merced; en cambio ha logrado morir en paz y libre de máquinas. Por mi parte admiro la humildad con que se van de este mundo los animales y daría lo que fuera por hacerlo con la elegancia de mi perro Toby, en un rincón, con dignidad, carbónicamente, sin molestar a nadie.
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