La historia que nos cuenta TVE
La memoria de los vencedores de la Guerra Civil española, amos absolutos durante la dictadura de Franco, ocupa todavía un espacio preeminente en comparación con la de los vencidos. El franquismo tiene sus lugares de memoria, calles, monumentos y mártires. De la República y de quienes la defendieron queda el recuerdo de los supervivientes y de algunos historiadores.
Las televisiones más poderosas e influyentes, las que llegan hasta el último rincón de España, rara vez se adentran en la historia de esas décadas del siglo XX, entre otras cosas porque esa historia de sueños de libertad, conflictos y violencia política no casa bien con la sucia realidad que inunda sus programaciones. Pero cuando lo hacen, exhiben lo que podría denominarse el síndrome neofranquista: recordar la República como un gran fracaso que condujo a una guerra civil, drama y tragedia en la que todos los combatientes cometieron barbaridades, y ocultar, o relatar de pasada, los asesinatos, las torturas y violaciones sistemáticas de los derechos humanos que cometieron Franco y su dictadura hasta el último momento de su existencia. Lo que se dice y cómo se dice en los capítulos de Memoria de España dedicados a la Segunda República, a la Guerra Civil y a la dictadura de Franco, emitidos recientemente por TVE, la de todos, constituye un buen ejemplo de la convergencia entre el revisionismo histórico y ese síndrome neofranquista.
Treinta años después de la muerte de Franco, conviene dejar de blanquear el pasado
En las dos últimas décadas se han producido cambios sustanciales en el conocimiento de la dictadura de Franco. Muchos historiadores sabemos, y hemos demostrado, que la Guerra Civil no la provocó la República. Fueron grupos militares bien identificados quienes, en vez de mantener el juramento de lealtad a ese régimen legalmente constituido, iniciaron un asalto al poder en toda regla en julio de 1936. Fue, por tanto, la sublevación militar la que enterró las soluciones políticas y dejó paso a los procedimientos armados. Un golpe de Estado contrarrevolucionario, que intentaba frenar la supuesta revolución, acabó finalmente desencadenándola. Y una vez puesto en marcha ese engranaje de rebelión militar y respuesta revolucionaria, las armas fueron ya las únicas con derecho a hablar.
Esa guerra desembocó en una larga posguerra, donde los vencedores tuvieron la firme voluntad de aniquilar a los vencidos. El plan de exterminio existió, se ejecutó y no paró durante años. Cautivos y desarmados los rojos y sin la intervención de las potencias democráticas que habían derrotado a los fascismos, la dictadura de Franco recordó siempre la victoria en la guerra, llenando España, su España, de lugares de la memoria. Por el contrario, miles de asesinados por el terror militar y fascista nunca fueron inscritos ni recordados con una mísera lápida. Los vencidos temían incluso reclamar a sus muertos.
Poco o nada de ese persistente desafuero cometido por el franquismo, sacado a la luz por rigurosas investigaciones, aparece en Memoria de España. La Guerra Civil, según esa serie de divulgación, fue el resultado de las "profundas contradicciones" de la sociedad española, con lo que se evita otorgar la principal responsabilidad a los militares golpistas y a quienes los apoyaron. En los dos bandos en que España quedó dividida tras la sublevación se produjo, según esa misma Memoria de España, "idéntica represión", algo que ningún historiador serio puede admitir. En la zona ocupada por los militares rebeldes fueron asesinados durante la Guerra Civil muchos más hombres y mujeres que en el bando republicano (alrededor de 90.000 frente a 55.000) y la justicia posbélica de Franco, inclemente y calculadora, se llevó a los cementerios otras 50.000 personas. Pero es que, más allá del recuento de víctimas, del reparto de culpas y de las diferentes características de esas dos formas de violencia, lo que hay que destacar es el compromiso de los vencedores con la venganza, con la negación del perdón y la reconciliación, así como la voluntad de retener hasta el último momento el poder que les otorgó las armas. Frente a esa realidad, que destruyó miles de familias enteras e inundó durante años y años la vida cotidiana de prácticas coercitivas y de castigo, lo que los espectadores de TVE pudieron ver fue un rápido y superficial recorrido por la represión y, después, mucha modernización y desarrollo económico.
Comentario aparte merece el tratamiento que el revisionismo histórico y las tesis neofranquistas ofrecen de la religión y de la Iglesia católica. El castigo a que fue sometida la Iglesia durante la Guerra Civil en la España republicana resultó, en verdad, de dimensiones ingentes, devastador, con casi 7.000 eclesiásticos, del clero secular y regular, asesinados. Toda esa violencia anticlerical, sin embargo, corrió paralela al fervor y entusiasmo, también asesino, que mostraron los clérigos allá donde triunfó la sublevación militar. Acabada la guerra, la Iglesia de la cruzada, de Franco, se vengó con creces de los vencidos, apeló a valores religiosos tradicionales e intentó recatolizar España con los métodos más represivos y violentos que ha conocido nuestra historia contemporánea. En Memoria de España se recuerda la hecatombe sufrida por la Iglesia católica y se silencia su implicación sangrienta durante la guerra y la inmediata posguerra.
Treinta años después de la muerte de Franco, asentada ya la convivencia sobre bases pacíficas y democráticas, conviene dejar de blanquear el pasado, el de los vencedores y el de los vencidos, debe explicarse por qué hubo una guerra, qué sucedió en ella y después de ella. Eso, necesariamente, conlleva un debate entre diferentes versiones, la confrontación de la Historia, con mayúscula, de los vencedores con las historias de los vencidos y, sobre todo, libertad, honradez y valentía para asumir los lados más oscuros de ese pasado. Los historiadores responsables de Memoria de España no han reflejado esa pluralidad, difundida por diversas investigaciones en los últimos años. Que cuenten la historia de otra forma, en horario de máxima audiencia y por La Primera. Es lo mínimo que debemos pedirle a Televisión Española, la de todos.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.
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