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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Carisma contradictorio

Juan Pablo II, el primer Papa no italiano en cuatro siglos y medio, ha fallecido con varias espinas clavadas en el alma. La primera, la de no haber muerto durante uno de sus innumerables viajes (más de un centenar), que hicieron de él un Pontífice itinerante. El polaco Karol Wojtyla tuvo siempre en los pliegues de su cultura eslava, muy arraigada, la idea del martirio, lo que le ha llevado a mostrar sus padecimientos físicos hasta el final. Siempre creyó, y da fe de ello en su último libro de conversaciones, que no fue mártir porque la Virgen -el día del atentado era el 13 de mayo de 1981, festividad de Nuestra Señora de Fátima- desvió la bala de su agresor, el turco Alí Agca. Indicios cada vez más sólidos apuntan que actuó por orden de los servicios secretos del Este, que no sin razón veían ya al Pontífice como un colosal enemigo. No es casual que Wojtyla haya sido el primer Papa polaco de la historia que acuñó el concepto de "mártir de la caridad" para añadir al clásico de "mártir por odio a la fe".

Eso explica que haya querido vivir hasta el final, y sin renunciar, el calvario de su deterioro físico como un martirio voluntario y de fidelidad a su "teología de la cruz", en contraste con la teología de la liberación, que combatió hasta condenar al ostracismo a buena parte de sus seguidores.

Otra de las espinas fue la de no haber podido pisar Moscú ni Pekín, su gran sueño, como coronación de sus viajes. Se lo impidieron la Iglesia ortodoxa rusa y el Gobierno chino. Estuvo siempre convencido, con razón, de que contribuyó decisivamente a la caída del comunismo. Sabía que lo habían elegido en el cónclave pensando en que el gran enemigo de la Iglesia se estaba desmoronando y que él conocía al dragón como pocos por haberlo combatido y sufrido en Polonia. Su última "santa venganza" tenía que haber sido gritar en la plaza Roja o en Tiananmen como lo hizo en su país: "¡Nadie tiene el derecho de eliminar a Cristo de la historia!". No lo consiguió.

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Su pontificado de 26 años, uno de los más largos de la historia, es difícil de definir. Hará falta tiempo y mayor distancia para valorarlo y juzgarlo. Fue paradójico y contradictorio. Wojtyla llegó al trono de Pedro como arzobispo de Cracovia con fama de haber sido el prelado más joven del Concilio Vaticano II. Gracias a su conocimiento del comunismo ateo, llegó a Roma con la esperanza de poder traer a la Iglesia los aires del llamado socialismo de rostro humano. Rompió barreras: un Pontífice deportista que nadaba y escalaba montañas; profundo conocedor de las técnicas de comunicación hasta el punto de ofrecer en el Vaticano una rueda de prensa internacional; el primero que de alguna forma desacralizó la imagen mitificada del papado apareciendo en público con un jersey encima de la sotana y vistiendo en sus viajes pantalones cortos debajo de los hábitos, y mil gestos más de modernidad. Todo eso hizo pensar al principio que nos encontrábamos ante el primer Pontífice de corte progresista.

Conservadurismo

Pero no iba a ser así. Wojtyla fue un líder que supo usar como ninguno la fuerza del marketing para hacer más visible la Iglesia en el mundo, para convertirla en noticia, tras los pontificados anteriores en los que se había encerrado dentro de las murallas vaticanas. Poco a poco empezaron a aparecer las huellas de su conservadurismo, tanto en materia dogmática como moral. Hasta el último momento, como se pudo advertir en los recientes tropiezos con el Gobierno socialista español, Juan Pablo II fue duro enemigo de todas las conquistas del mundo moderno en asuntos de familia y sexo, como el divorcio, el aborto -al que llegó a calificar de crimen nazi-, las relaciones homosexuales, la eutanasia y los nuevos avances genéticos.

En el delicado campo del ecumenismo, también mantuvo contradicciones. Preocupado por el crecimiento del islam, que se equipara numéricamente al cristianismo, con el aumento vertiginoso de las sectas protestantes en el Tercer Mundo y con el reciente interés de muchos cristianos por las religiones orientales, sobre todo por el budismo, el Santo Padre promovió numerosos encuentros ecuménicos y hasta tuvo gestos espectaculares como sus visitas a templos budistas, mezquitas y sinagogas. Pero, a diferencia de su antecesor, Pablo VI, que aceptaba que el ecumenismo significaba admitir que la verdad está por doquier, la teología de Wojtyla fue diferente. Para él la Iglesia, cierto, debía estar abierta y dar entrada a quienes lo deseen, pero sólo en la Iglesia de Cristo existe la salvación, y sólo en ella está toda la verdad.

Juan Pablo II deja al catolicismo con más visibilidad mundial. Lo refuerza sobre todo a través de sus viajes, de los que dijo que lo más importante era "encontrarse con los grandes del mundo", porque son ellos, según él, quienes tienen el poder de apoyar o perseguir a la Iglesia. Las comunidades católicas más alejadas de Roma, las que sufrían el aislamiento de ser minorías, se sintieron con él más orgullosas y protegidas. Pero al mismo tiempo, dentro de la comunidad cristiana, deja una profunda herida, aunque sin peligro de cismas. Existen hoy comunidades, en especial en el Tercer Mundo, que difieren profundamente de las enseñanzas oficiales de la Iglesia y en las que están no sólo simples fieles de las comunidades de base, sino miles de sacerdotes y hasta un buen número de obispos que, en la práctica, actúan como si se tratara de una Iglesia diferente a la Roma conservadora. Volver a coser esos desgarrones intentando unificar esas iglesias será tarea difícil del nuevo Papa.

El colegio cardenalicio -los 117 electores con derecho a votar- debe estar ya pensando desde hace tiempo sobre el mejor candidato. Contrariamente a lo que puede creer la opinión pública, la práctica vaticanista de hoy no es la de pensar enseguida en el nombre de un papable. En un primer momento, los purpurados, que ya deben estar dialogando entre sí, especialmente los de más peso específico, deberán ponerse de acuerdo sobre qué tipo de Iglesia pretenden. Si van a querer un líder que siga viajando o uno más preocupado por los aspectos internos de la institución. Si el enemigo -la Iglesia siempre lo ha necesitado- va a ser, en ausencia ya del comunismo, el capitalismo, como venía imaginando Wojtyla, o más bien la preocupación será el crecimiento del mundo islámico y el de las sectas. Si van a querer que el obispo de Roma resuelva definitivamente problemas abiertos y polémicos como el sacerdocio femenino o el de los casados. Si buscan una Iglesia que sepa dialogar sobre los grandes desafíos del mundo actual, desde los científicos a los políticos, o si prefieren seguir atrincherados frente a lo nuevo. Y, por último, si colocarán el foco en Europa o sobre los pueblos nuevos que se abren al desarrollo económico, donde a la Iglesia le es más difícil penetrar, comenzando por China.

Sólo después de que se hayan puesto de acuerdo sobre el tipo de Iglesia que buscan para este siglo llegará el momento de pensar en un nombre. No habrá que olvidar tampoco intereses más terrenales como el miedo a elegir un Papa joven, cuyo mandato puede ser excesivamente largo a no ser que cambien el derecho canónico para poner un límite de edad también para el pontificado. Ni tampoco el temor a elegir a un purpurado de un país con gran peso político, o la tentación de volver a la tradición de preferir papas italianos, considerados más diplomáticos y con menor capacidad de sorpresas.

La larga enfermedad, así como el vacío de poder en la Iglesia católica, con un líder que ya no gobernaba, obligará a su sucesor a replantearse la posibilidad de que el próximo heredero de Pedro pueda y deba renunciar en el momento en que sus fuerzas físicas y espirituales no le permitan ya estar completamente al mando del timón.

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