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IDA Y VUELTA
Columna
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Tan animales

Enrique Vila-Matas

Hay que lavarse los ojos después de cada mirada. Ya no sé si es un proverbio japonés o me lo ha dictado esa voz femenina que se instala "en la cabeza del narrador" de esa singular, extraordinaria novela que es Imposturas, del irlandés John Banville. Seguramente George Steiner va bien encaminado cuando dice que tal vez Banville es el escritor de lengua inglesa más inteligente y el estilista más elegante. Es Banville un novelista que mezcla de forma genial a Beckett con Nabokov, dos escritores precisamente nada fáciles de combinar. A esa mezcla, Banville le añade su propia y contundente originalidad, es decir, lo que realmente entendemos por un mundo propio, y el resultado es grandioso.

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Acabé la novela hace unas horas, y luego me quedé deambulando por la casa sin un rumbo fijo que, bien pensado, después de todo no era necesario que lo tuviera, sobre todo si, como a mí me parecía, quien había salido vencedor de la fórmula químico-literaria había sido Beckett, maestro del rumbo errático. En cualquier caso, cansado del deambular errante, acabé entrando en Internet y caí en un blog de notas al margen, donde una mediocre e indocumentada hormiga catalana daba cuerda a unos tristes tigres que no paraban de decir agresivas animaladas autóctonas. Y tan contentos ellos. Y tan animales. Fue entonces cuando pensé que tenía que lavarme los ojos por cada mirada que había dirigido al blog. Era la hora del café, una hora a veces peligrosa. Me lavé cien veces los ojos y luego, para escapar de la hormiga, abrí la televisión y allí encontré más animaladas. Nadie duda que los documentales de La 2 sobre animales tienen prestigio. De hecho, siempre ha quedado muy bien citarlos como modelo de lo que debería verse en la televisión. Pero todo tiene su final.

Pasé a ver por enésima vez las aburridas conductas depredadoras de una serie de bestias lamentables. Adoro a los animales, pero no me gustan las bestias. Si de algo debemos sentirnos orgullosos los humanos es de haber roto esa cadena de fatalidad que llevó a los animales durante siglos a despedazarnos impunemente. Algo ganamos con la punta de la flecha que se convirtió en rival de los colmillos. Como dice Calasso, es muy probable que los animales no nos hayan perdonado por esto. Seguramente es así, no nos han perdonado este pequeño paso. Ellos han seguido siendo, fielmente, aquello que eran. Siguen matando y siendo matados por las antiguas reglas. Sólo el hombre ha osado extender el repertorio de sus gestos. Y precisamente porque hemos sabido extender el repertorio, resulta cada día más absurda la conducta depredadora de algunos paisanos que parecen no haberse aún enterado de que un día el hombre osó extender el repertorio de sus gestos.

Huyendo de los animales, terminé por salir a la calle, y escribo ahora esto en el café de la esquina. Andaba hace un momento vagando en un viaje solitario por los más inexplorados continentes de la inteligencia de Banville y me disponía a comenzar a leer Eclipse (una novela no tan reciente de este autor y que, según Rodrigo Fresán, es aún mejor que Imposturas) cuando se han sentado en el café unos desconocidos y sus palabras han exhalado inmediatamente una estupidez inefable, encantadora, animal. Poco a poco he perdido la pista de mi viaje solitario, he cedido a la llamada primigenia de la estupidez y notado que una suavísima languidez me invadía. Sé que, si no reacciono, estoy perdido. Buscaré un país que sea tan extranjero que en él ni siquiera haya la menor necesidad de huir ni de volver a casa. Un país sensato. Sin agresividad autóctona. Ni documentales.

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