Símbolos fascistas, fuera
Cuando mi abuelo llegó a la alcaldía de su pueblo -allá por el año 83- una de las primeras decisiones que tomó fue la de restaurar los nombres de las calles y plazas que previamente habían sido cambiados en la época franquista. Así, Franco, José Antonio o Queipo de Llano volvieron a ser Sevilla, Norte, Mesones..., como habían sido siempre.
También decidió dar un sitio en el cementerio municipal a los restos de algunos de los caídos en la guerra que reposaban totalmente olvidados a escasos metros del pueblo, en las cunetas.
También arregló las calles y las carreteras, creó una bolsa de trabajo en el ayuntamiento, construyó un depósito para el agua y una pista polideportiva, y arregló la iglesia que se estaba cayendo a pedazos (comentaban sorprendidos los vecinos "ha tenido que venir un alcalde socialista para arreglar la iglesia"), claro, es que eso sí es historia, una pequeña iglesia del siglo XVI en un pequeño pueblo de la sierra onubense, eso sí es patrimonio cultural.
Una estatua de Franco, no.
Afortunadamente, no me tocó vivir la guerra, ni el franquismo, pero los conocí de primera mano a través de las historias de mi abuelo que han sido la banda sonora de mi infancia.
Yo no odio, no le guardo rencor a nadie, sé que el tiempo ha pasado y vivo en armonía con todos, pero no olvido. No quiero olvidar. Si olvidara las andanzas que me contó un republicano que soñaba y luchaba por un mundo más justo, más libre, perdería un trozo de mi historia, de mi vida, de lo que soy. Por eso me hierve la sangre cuando escucho a los tertulianos de turno (personas cultas, inteligentes, preparadas se supone) decir que no hay que remover el pasado sino mirar hacia delante. Me hierve la sangre y es más, me siento orgullosa de que la sangre me hierva. ¡No a la pérdida de la memoria!
P.D. Insto a la Sra. Ministra a que haga obras en los Jardines de la Caridad, donde todavía hay un azulejo con un águila y unas flecha.
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