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Columna
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El mundo de Patocka

"El espíritu no consiste, como con frecuencia creen quienes lo conciben de un modo excesivamente cómodo y viven de lo que ya está hecho, simplemente en ocuparse de cosas elevadas o inmateriales, sino que consiste en una relación con el mundo que vive de una comprensión de la totalidad del mundo adquirida mediante la amplitud. Es una interpretación universal que no proviene de la luz intelectual sino de la vital, del choque contra la dura roca de nuestros límites.

Aquel que asume tal posibilidad, es libre en un sentido profundo. Se ha liberado de la mera apariencia, que nos ata a algunas profundas debilidades, a algunas esperanzas vanas. Al despertarse, la libertad deja al descubierto lo aparente como aparente, y al aceptar el peligro logra su propia seguridad, logra para el hombre una vida con raíces propias, con su propio fundamento. Porque al luchar por la libertad, al luchar consigo mismo, se apropia de sí mismo, de lo más profundo que tiene dentro de sí o que es capaz de alcanzar. Es ésa la chispa que le descubre una nueva vida".

Perdonen la larga cita del texto Equilibrio y amplitud vitales del filósofo checo Jan Patocka, escrito en vísperas de la II Guerra Mundial, de actualidad sobrecogedora. Pero creo que viene a cuento en este mundo en el que se multiplican los indicios de un cambio de civilización que hará quizás peor la vida de nuestros hijos, pero casi con toda seguridad la de nuestros nietos. Todo en gran parte porque -se admiten apuestas- nadie que hoy toma decisiones importantes para el mundo sabe quién es Patocka ni ha reflexionado sobre lo que nos dice. Eso ya es mala señal.

El voluntarismo hiperbólico y la permanente solemnización de una retórica hueca para el consumo de un público cada vez menos ciudadano nos invita sistemáticamente a evitar o ignorar ese peligro que -nos dice Patocka- de ser afrontado -e independientemente del resultado- genera la libertad real y la seguridad genuina de la que sólo goza quien se ha liberado del protagonismo -del práctico monopolio- de lo aparente en el gobernar de la cosa pública. Lo dicho vale para la permanente lucha del individuo por vivir realmente con libertad y sin miedo, sin la coacción del pulso siempre pendiente y que jamás se ha osado librar. Pero también es válido para los pueblos dirigidos por líderes cada vez más huidizos ante los peligros y retos que puedan exponerlos a corto plazo y por tanto quedan condenados a gobernar "sin raíces propias, sin fundamentos" con todas las amenazas que ello supone para el bienestar y la seguridad de sus pueblos.

Los voluntarismos elevados y permanentemente solemnizados de los gobernantes en todo el mundo libre -desde la Casa Blanca a la Casa Rosada, desde el Elíseo a la Moncloa, a la Cancillería de Berlín o a Bruselas- son fintas continuas para escapar al enfrentamiento con las realidades duras y hostiles y forman por tanto parte de esa subcultura del liderazgo de la bienaventuranza de la levedad. Ésta, por necesidad, por ley, tiene que acabar, de no haber reacción a tiempo, bajo los pies de los caballos de culturas en estadios que pueden llamarse más primitivos si se quiere, pero que en todo caso son más resolutos y no pierden un segundo en dilemas de concesiones, postergación de conflictos inevitables o demanda de sacrificios a sus súbditos a la hora de obtener réditos de la indecisión del adversario. Podemos aplicar lo dicho al déficit norteamericano, a las negociaciones y pagos de rescates a los terroristas de Irak o Rentería, al calentamiento del planeta, a las ganas de suministrar y cobrar armas a China o a los recientes abrazos de nuestros líderes europeos a Putin, matarife de Chechenia y estrangulador de la incipiente democracia rusa. Todo lo que estamos haciendo en estos campos es intelectualmente explicable. Pero siempre también -dejando al margen incluso la moral- es una huida de ese necesario conflicto con la realidad práctica que es el que puede darnos la necesaria autoestima para nuevos retos. Y un futuro a próximas generaciones que merezca ser vivido.

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