Ni confesionalismo ni laicismo
Suele decirse que las soluciones de ayer son los problemas de hoy. Es el caso de la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE) de 1985, que sin duda ayudó a cerrar la fisura entre las dos Españas al aceptar la presencia de la Iglesia católica en la enseñanza y asignarle una generosa financiación con la contrapartida de cierto control y participación sociales. Es probable que ni la situación del sistema educativo, ni los resquemores recíprocos ni la correlación de fuerzas permitieran entonces otra opción. Hoy, sin embargo, es un obstáculo para que la educación obligatoria sea un factor de cohesión social, (re)construcción nacional y (re)creación de la ciudadanía, incluso sin entrar en el solapamiento más que notable de la confesionalidad escolar con la clase social, que ha sido una constante de la historia de la educación en España durante todo el siglo XX, ni en su ya rampante solapamiento con la etnia, que lo será en el XXI si no lo remediamos. Los actuales privilegios de la Iglesia católica, combinados con el principio de igualdad ante la ley y con una judicatura educada en él, convierten en mera cuestión de tiempo que otras confesiones reclamen y obtengan un trato similar y constituyen, así, una vía segura hacia el multiculturalismo escolar, es decir, hacia la proliferación del uso sectario de la escuela (no se confunda la multiculturalidad, que es un hecho a reconocer, con el multiculturalismo, que es un programa de acción). El último Gobierno del PP no inventó este uso sectario, sino que se limitó a dar una vuelta de tuerca más a una política ya errada cuando, con la Ley de Calidad (LOCE), trató de equiparar definitivamente la religión con las materias ordinarias, en cumplimiento estricto del Concordato. Si la LODE había puesto las bases para el multiculturalismo intercentros, con la LOCE se quiso sentar las del multiculturalismo intracentros.
Es la institución escolar la que debe, como tal, evitar cualquier manifestación religiosa
¿Acaso no se revisaron los acuerdos con Estados Unidos y los tratados de la UE?
¿Hasta qué punto tienen las confesiones religiosas derecho a emplear la institución escolar para su reproducción, o puede permitirse que lo hagan sin que se tambaleen los fundamentos de la convivencia? Nadie debe poder servirse del poder público para fines particulares, por muy extendidos o trascendentes que éstos sean, y eso incluye la formación o el adoctrinamiento religiosos. Política y religión, Estado e Iglesias, ciudadanía y cultura, convivencia pública y creencias privadas, escuela y familia, deberían estar completamente deslindados. La separación de Iglesia y Estado propia de una sociedad laica no se reduce a la no interferencia recíproca en sus asuntos internos, sino que exige la renuncia simétrica a utilizar los medios del otro para los fines propios. Así como el Estado no debe tratar de manipular la autoridad moral de las Iglesias, éstas no deben intentar instrumentalizar el poder político de aquél. Lo primero sería una incursión totalitaria en la sociedad, por fortuna desaparecida junto con el franquismo; lo segundo es un uso sectario del poder público, desafortunadamente consagrado en el vigente Concordato y muy apreciado por la jerarquía católica. La escuela ha de ser instrumento sólo del demos, mecanismo de construcción de la ciudadanía; depósito y vehículo sólo de lo que es común a todos, del laos, es decir, laica; las particularidades grupales, las diferencias culturales que constituyen el etnos, sólo deben poder reproducirse por medio de las instituciones de la sociedad civil (familias, Iglesias, asociaciones).
Debería quedar claro que una sociedad cuyas escuelas son utilizadas a favor de una, de varias o de todas y cada una de las religiones no puede considerarse en modo alguno laica, ni siquiera aconfesional. La presencia de los alumnos en las aulas no deriva de la voluntad de las familias, sino de una norma política; es su derecho, pero también su obligación. Y los centros y profesores que los acogen pueden hacerlo porque se garantiza a todos ese derecho, porque se exige a todos esa obligación y porque ellos mismos son titulares de una licencia y un mandato públicos, todo ello sostenido en última instancia por la fuerza coercitiva del Estado y, en primera y para la mayoría, por el erario público. Cuando y dondequiera que una iglesia se valga de la obligatoriedad escolar (lo que incluye todas las enseñanzas regladas en centros privados en la edad escolar obligatoria), de los fondos públicos (los centros concertados) o de la licencia pública para otorgar o negar credenciales (lo que sucede si se equipara la religión a otras materias, sea en su evaluación, en su consideración o en su encaje temporal y espacial), estaremos ante el uso indebido, por sectario, de una institución pública.
Cabe preguntarse por qué esta alarma precisamente ahora y no antes, o qué clase de problema social representan otras religiones pero no la católica. La respuesta es, primero, que entre las (aquí) nuevas confesiones llegan algunas cuya voluntad de injerencia en la vida política y social y de subordinación de las instituciones es todavía más intensa que la del catolicismo (que no es poca); segundo, que el tiempo no pasa en balde, y el actual arreglo (la posibilidad de elegir entre cursar o no religión en la escuela), que pudo ser vivido, en su origen, como un alivio a la salida de un régimen confesional autoritario, ha ido convirtiéndose cada vez más en un pesado fardo, quizá ya insoportable; tercero, que cabe ver la institución escolar con otros ojos ahora, cuando la rápida inmigración, las tendencias centrífugas autóctonas y los efectos de dislocación social de la globalización económica amenazan la cohesión social, a diferencia de cuando apenas parecía sobrar uniformidad y faltar libertad; y cuarto, que somos muchos los que nunca hemos considerado la escuela confesional, sino una costosa concesión, inevitable o no, y un lastre para la democracia, y tal vez más cuanto más obvio es el divorcio entre la conciencia social y las posiciones eclesiásticas.
No exige la Constitución ni la enseñanza de la religión en las escuelas ni la autorización de escuelas religiosas. "Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones", dice su artículo 27, pero formación no es lo mismo que escolarización, ni que enseñanza, y el derecho queda suficientemente garantizado si nada impide a las familias ofrecérsela ellas mismas o buscarla al margen de la escolaridad obligatoria (a otras horas, en otros sitios, sin sanción pública) o, con mayor razón, si además lo hacen con algún apoyo público (como las subvenciones directas e indirectas que las Iglesias ya reciben o las instalaciones escolares que están a su disposición igual que a la de otras entidades privadas de interés público). El Concordato (acuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales) es más constringente, pues proclama "el derecho fundamental de los padres sobre la educación moral y religiosa de sus hijos en el ámbito escolar", así como, para el ámbito preuniversitario, "la enseñanza de la religión católica en todos los centros de educación, en condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales". Pero torres más altas han caído, o ¿acaso no se revisaron, por ejemplo, los acuerdos con los Estados Unidos y los tratados de la Unión Europea?
Lo razonable en una sociedad laica es, sencillamente, que las Iglesias tengan vedado el acceso a la enseñanza obligatoria: ni religión en la enseñanza pública, ni escuelas religiosas privadas, ni profesores de obediencia eclesiástica. Esto es una deuda histórica: si la desamortización económica del siglo XIX fue decisiva para la construcción de un mercado nacional, la falta de una desamortización escolar en el siglo XX ha sido el mayor obstáculo para la construcción de una nación política. Pero nunca es tarde si la dicha es buena, dice el refrán, y bien se podría desalojar por fin a la Iglesia de la educación obligatoria, aunque sin confundir esto en ningún momento con la estatalización de sus centros. Por ejemplo, obligándolos, aun con generosas indemnizaciones, a convertirse en cooperativas, patronatos o fundaciones con su actual profesorado como titular (algunos ya lo han hecho), lo que preservaría los derechos laborales de éste y el carácter privado de aquéllos; y manteniendo sus idearios excepto en lo estrictamente confesional, lo que salvaguardaría plenamente los derechos y, en parte, las opciones previas de las familias. Éstas, por su parte, podrían seguir proporcionando formación confesional a sus hijos fuera de la escolaridad obligatoria, a saber: antes, en la escolaridad infantil (aunque esto sería de muy mal gusto); durante, pero en otras horas; y después, en el bachillerato o la formación profesional posobligatorios.
Esta misma perspectiva de separación estricta entre política y religión debe aplicarse a la viciada polémica del velo. Que la institución escolar deba mantenerse apartada de toda confesionalidad, en una estricta actitud de laicidad, no significa que deba ni pueda imponerla a los alumnos. Hay que distinguir claramente entre la institución y el espacio escolares, así como entre la institución y los institucionalizados. Las disquisiciones francesas sobre la escuela como un espacio republicano en el que los alumnos deberían renunciar a sus símbolos religiosos no son sino muestras de fundamentalismo laicista. Es entonces, y sólo entonces, cuando se coarta la expresión privada de la religiosidad, que cabe hablar de laicismo, no para descalificar con el ismo añadido -todos los "ismos", ya se sabe, son malos- la mera demanda de laicidad en las instituciones, como intentan hacer hoy algunos portavoces del confesionalismo español. Es la institución escolar la que debe, como tal, evitar cuidadosamente cualquier manifestación religiosa, y esto vale en primer lugar para sus agentes, los educadores, que deben dejar toda expresión religiosa en la taquilla al entrar y recogerla al salir, o bien elegir otra profesión. Pero los alumnos no tienen por qué ver coartado su derecho a la expresión religiosa, siempre que ésta no obstaculice las actividades del centro, ponga en peligro su seguridad ni atente contra los derechos de los demás. La escuela debe formar ciudadanos conscientes de sus derechos y de sus deberes como tales, no conversos forzados (España ya debería haber aprendido de su historia). Al César lo que es del César, como ya admitió y aconsejó Jesucristo; pero, tanto si existe como si sólo lo aparenta, aceptemos con Calderón que el alma sólo es de Dios.
Mariano Fernández Enguita es catedrático de Sociología en la Universidad de Salamanca.
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