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Columna
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Corrupción institucional

Lo que se ha destapado estas últimas semanas en Marbella se veía venir desde hace muchos años. Por múltiples y variadas razones la Costa del Sol en general y Marbella en particular era un lugar privilegiado para que acabaran instalándose en él mafias de diverso pelaje. Hubiera sido lógico, en consecuencia, que se hubieran extremado los controles preventivos para evitar que tal cosa sucediera, especialmente tras la entrada en escena de un personaje como Jesús Gil, que ha protagonizado el caso más destacado de corrupción institucional de toda la historia de la democracia. Pues casos de corrupción, es decir, de privatización del poder, de subordinación del poder político a la propiedad privada por vías soterradas y espurias, ha habido varios y es seguro que seguirá habiendo en el futuro, aunque hay que hacer todo lo posible para que no los haya, pero un caso de sometimiento inmediato y directo de un ayuntamiento a la voluntad de enriquecimiento de un sujeto no lo habíamos vivido hasta la fecha.

Sin el poder judicial no es posible controlar estrategias como la de Gil en Marbella

La presencia de Jesús Gil en la alcaldía de Marbella y la política que puso en práctica, especialmente en materia urbanística, debería haber hecho encenderse todas las señales de alarma. No se trataba tanto de un problema urbanístico, que también, como de un problema de Estado. Jesús Gil no era tanto un problema en sí mismo, como un problema por lo que podía poner en marcha. El descontrol urbanístico y la falta de respeto del principio de legalidad abonaba el terreno para que las diferentes mafias pudieran instalarse y desarrollarse en él. Lo que ha ocurrido era, en cierta medida, la crónica de un desembarco anunciado.

¿Por qué, entonces, no se previó? ¿Por qué no se adoptaron todas las medidas posibles para evitar que ocurriera lo que ha acabado ocurriendo? ¿Hay algún tipo de responsabilidad política que pueda ser exigida por lo sucedido o han fallado más bien instancias que no son de naturaleza política, pero que debían de haber intervenido en este proceso?

Inmediatamente después de que se tuviera conocimiento de la operación judicial, tanto Javier Arenas, como Diego Valderas y Julián Alvárez hicieron declaraciones declarando que el presidente de la Junta de Andalucía era el responsable de lo que había sucedido en Marbella, ya que la comunidad autónoma tiene transferida la competencia en materia de urbanismo y ordenación del territorio. En consecuencia, ha sido en el no ejercicio por parte del Gobierno andaluz de su competencia en este terreno, en donde hay que encontrar la explicación de lo ocurrido en la Costa del Sol.

La evidencia empírica de que se dispone no parece avalar la opinión de los máximos dirigentes de los tres partidos andaluces, sino más bien lo contrario. Si ha habido un lugar y un terreno en el que el Gobierno andaluz ha actuado de manera diligente ha sido en el control de la política urbanística que puso en práctica Jesús Gil en Marbella. El Gobierno no sólo impugnó el plan general que Jesús Gil hizo aprobar con nocturnidad, sino que recurrió ante los tribunales de justicia todas aquellas licencias que concedió el Ayuntamiento de Marbella sin respetar la legalidad vigente. El celo con el que se actuó en este terreno fue extraordinario y las sentencias que se van conociendo en estas últimas semanas, anulando algunas de las licencias que se concedieron, es buena prueba de ello.

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El descontrol urbanístico marbellí no es imputable, en modo alguno al Gobierno andaluz, que no sólo impugnó todas las licencias que no respetaban la legalidad, sino que solicitó la suspensión cautelar de las mismas hasta tanto el Tribunal dictara sentencia. Fueron los Tribunales de Justicia los que no atendieron tales solicitudes de suspensión y las que permitieron, en consecuencia, que la política urbanística del ayuntamiento marbellí siguiera su curso. En la competencia del Gobierno andaluz en materia urbanística no entra la facultad de ordenar la suspensión de las licencias de obra, por muy ilegalmente que hayan sido concedidas. El Gobierno únicamente tiene legitimación para impugnar la concesión ante los Tribunales de Justicia, pero son éstos los únicos que pueden tomar tal decisión.

No es, pues, en la Junta de Andalucía donde hay que buscar una explicación a lo que ha ocurrido urbanísticamente en Marbella. La responsabilidad hay que buscarla más bien en la excesiva complacencia con que las Salas de lo Contencioso Administrativo han actuado a lo largo de muchos años en más de un centenar de recursos.

En este caso, pues, la responsabilidad no recae tanto en los poderes de naturaleza política, como en el poder de naturaleza jurídica, a través del cual se expresa el momento jurídico del Estado. Sin una colaboración activa del poder judicial no es posible controlar estrategias como las que Jesús Gil puso en marcha en Marbella. Y eso no quiere decir que el poder judicial se desvíe de la función que tiene constitucionalmente encomendada y pase a ejercer una tarea de naturaleza política. Al contrario. Lo que cabe exigir del poder judicial es que, en el ejercicio de su función jurisdiccional, no se tape los ojos o mire para otro lado cuando se le presentan indicios más que razonables de que algo olía a podrido en Marbella. No creo que el clamor social sobre las licencias de obra de Marbella fuera menor que el clamor al que se ha referido recientemente el presidente de la Generalitat, con la diferencia de que entonces se denunciaron tales licencias ante los Tribunales, a diferencia de lo que estaba ocurriendo en Cataluña con el famoso cobro de comisiones, que nunca fueron denunciadas.

Lo ocurrido en Marbella debe hacernos reflexionar sobre la forma en que operan los poderes públicos en nuestro Estado de Derecho. No solamente los poderes de naturaleza política, sino todos.

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