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Columna
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Los caminos de Roma, ay

Comprendo y admiro a los escritores vaticanistas. Escrutar los designios del Altísimo por los laberintos de Roma puede convertirse en una especie de droga intelectual. Y hay que tener cuidado, porque engancha. También castiga con el peor de los flagelos: el de la incomprensión. ¿Pues qué demonios pasó, por ejemplo, el pasado 8 de marzo en la sucursal española, la Conferencia Episcopal, para que un obispo raso se alzara con la presidencia? No dejan de preguntárselo. Quizás deberían mirar hacia el Sur, hacia Andalucía, adonde esta vez apunta, inquieta, esa brújula inverosímil de la Providencia.

En las quinielas para ganarle el pulso al triste cardenal Rouco, figuraba Carlos Amigo, el esbelto y flamante purpurado de Sevilla. Pero este "franciscano, abierto y sencillo", según sus exégetas, sólo recibió 13 votos, de 77. Un verdadero castigo. ¿Mas por qué? Vayamos atrás.

En la trifulca de Miguel Castillejo, presidente de Cajasur, con su obispo natural de Córdoba, F. J. Martínez, y con la Junta de Andalucía, Amigo apostó desde el principio por el cura banquero, y no le engañó el olfato. "Hombre de talento", lo bautizó evangélicamente un 5 de julio de 2003, con motivo de las bodas de oro sacerdotales de Castillejo, celebradas por todo lo alto en la catedral... de Sevilla, que no en la de Córdoba. Seguidas que fueron de un convite descomunal para otros 6.500 "amigos" del de Cajasur. (Las bodas de Camacho, ahora que estamos con lo del Quijote, pura broma). Era el colofón a una carambola magistral, cien por cien vaticana: en aquella bronca político-apostólico-financiera ganó la religión del dinero, naturalmente. Con la ayuda del PP, también naturalmente, Castillejo se saltó a la torera la Ley de Cajas de Manuel Chaves. Pero dio otro salto más olímpico, un 12 de diciembre de 2002, yéndose a visitar directamente al Nuncio del Papa. Esto es, obviando a la jerarquía eclesiástica española, que no olvidó el detalle.

Al poco tiempo, de Roma venían tres decretos fulminantes: el obstáculo Martínez, de Córdoba, era removido de su sede y catapultado hacia arriba, al arzobispado de Granada. De paso, alejaban de su medio al ultramontano prelado de esta diódesis, Antonio Cañizares, perseguido por la sombra de una manipulación jurídica en torno a una herencia de 1.200 millones de pesetas, destinada a los pobres habitantes del pueblecito granadino de Tocón. Eso sí, en compensación, era ascendido nada menos que a la archidiócesis de Toledo, primada de España. Por último: el protector de Castillejo, monseñor Amigo, era revestido con la preciada púrpura cardenalicia. ¡Oh, divino regalo!, dijeron en Sevilla. En Córdoba dijeron otra cosa.

Se explica ahora por qué Cañizares ha estado a punto de salir presidente de la Conferencia episcopal el 8 de marzo (sólo le faltaron 3 votos), y por qué a fray Carlos lo han flagelado con trece votitos, aprovechando que es tiempo de penitencia, ay. Y por qué se coló por medio un obispo secundario, periférico y pro-nacionalista vasco, que ha sembrado en el Vaticano, y en Moncloa, harta inquietud. Pero esa es otra historia, que tampoco ha terminado.

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