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Columna
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Las víctimas y la política

La de las víctimas ha pasado a convertirse en una de las cuestiones más debatidas cuando se abordan los temas relativos al terrorismo. Primero fueron escasamente tenidas en cuenta por buena parte de la denominada clase política, que dejó la defensa de su memoria en manos de colectivos sociales que, como Gesto por la Paz, encendieron la llama de la resistencia cívica a la violencia. Más tarde, algunos partidos y plataformas asimilaron la solidaridad con las víctimas a la defensa de aquellas posiciones que, por su oposición a las tesis del nacionalismo vasco, constituían el blanco de los ataques terroristas. Ello se vio facilitado sin duda por el desgraciado Pacto de Lizarra y por la evidencia de que, salvo contadísimas excepciones, la inmensa mayoría de los políticos nacionalistas transitaban libremente por las calles, mientras el resto era víctima de dichos ataques y debía ir escoltado. En esas circunstancias, la defensa de las víctimas desde una posición meramente ética o prepolítica pasó a ser despreciada, y considerada por algunos intelectuales orgánicos como propia de melifluos.

Hoy, finalmente, la crispación de la vida política ha acabado por afectar también al tema de las víctimas. En la medida en que, tras el cambio de gobierno, se han hecho más evidentes las diferencias entre PP y PSOE sobre la articulación territorial del Estado, la asociación entre la defensa de las victimas y la de determinados proyectos políticos se ha vuelto mucho más complicada. Si a ello añadimos las consecuencias del 11 de Marzo, y la constatación de que el terror puede manifestarse con muchas caras distintas, el resultado es el de una creciente división en la defensa de las víctimas, entre quienes continúan vinculando la misma a una determinada mirada sobre el llamado problema vasco, y quienes apuestan por unirla a la defensa de la democracia, los derechos de ciudadanía y la oposición al terrorismo, sea éste del signo que sea, como principales referencias. Las deleznables acusaciones vertidas por el PP en el Senado contra Peces Barba constituyen la manifestación más grosera de este fenómeno.

Ante este panorama, son muchas las personas que se muestran confundidas y se interrogan sobre cuál debe ser el tratamiento que debe darse a las víctimas cuando sus representantes irrumpen, de una u otra manera, en el debate político. Constatada la dificultad de blindar la cuestión, en la medida en que algunos se empeñan en utilizar la lucha contra el terrorismo de forma ventajista, surge la duda sobre el valor, o el plusvalor, que tienen las opiniones de las víctimas cuando se discute sobre cuestiones políticas. Personalmente, pienso que cada ciudadano tiene un voto, y que nadie debería estar discriminado -positiva o negativamente- a la hora de participar en la vida pública. Pero no es menos cierto que, mientras persista el acoso terrorista y la vida de muchas personas siga pendiente de un hilo, los amenazados seguirán discriminados a la hora de opinar y defender sus opciones, lo que complica considerablemente las cosas.

En todo caso, quienes no deberían extrañarse ante la situación creada son los que defendieron la llamada "socialización del sufrimiento" como estrategia criminal para llevar a delante su proyecto. Efectivamente, consiguieron socializar el dolor de las víctimas y, al hacerlo, éstas compartieron preocupaciones y sentimientos que muchas de ellas habían vivido hasta entonces en la intimidad. El que la socialización acabara llegando también al plano de la política es comprensible cuando muchas personas han perdido a sus familiares, o viven amenazadas, simplemente por defender unas ideas, a la vez que perciben la escasa sensibilidad ante su drama -personal y político- por parte de algunos partidos. En estas circunstancias, la política constituye también para ellas un ámbito de socialización. Ello, desde luego, no les protege frente a la utilización política de su sufrimiento. Pero es que, desgraciadamente, y pese a lo que muchos hemos venido defendiendo, la cuestión de las víctimas hace ya tiempo que ha dejado de ser tratada como algo prepolítico. Lo cual no deja de ser una malísima noticia para un país cuyo futuro deberá contemplarse, necesariamente, desde su memoria.

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