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Columna
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Amor de película

La había perdido ya. No podía verla, no podía tocarla. Él, el gran actor, el loco de los platós, cualquiera de las versiones que le daban sus electrodomésticos, el aroma del azahar, los discos repetidos, y el teléfono sin sonar. No le daban entrada a sus llamadas o acaso no quería cogerlas, y él pensando que había perdido a una gran pareja cinematográfica, recordaba cuando ambos eran estrellas y eran libres, recordaba y creía haber perdido. Genial o ideal, su romance con los muebles que sonaban y le hablaban crujiendo, la cámara fotográfica que recogió su cuerpo casi desnudo que alguien robó, el amor sin amor que le condujo a la muerte entre cuatro paredes, enfermo, luchando contra los fantasmas que se aparecían sobre su cama y se acostaban como sombras a su lado, estaba acabado. Toda la ciudad le decía: "Vete, vete" y él estaba atrapado por su papel estelar. Tantas películas juntos, aquellos viajes figurados a Las Vegas.

Y sin embargo ella era libre, caminaba por la calle como en un documental, y todos la felicitaban por su entereza y se preguntaban cuál iba a ser su próximo éxito. Él, en cambio, se había dejado morir y ya no sabía cuál era su próximo papel, ni siquiera deseaba aparecer en público.

Podía achacar el fracaso a su último trabajo, a la presión que ejercían los medios, al hecho de que en sueños su vivienda estuviese junto a la de ella, y a que él no se atreviese siquiera a recorrer unos pocos metros de cinta hasta su puerta, pero ella no lo entendía así. Sin embargo, poco a poco se percató de que era ella la esclava, de que su propia dependencia del celuloide la hacía más vulnerable; que la calle, los admiradores y el público la tiranizaban, y que su papel en la vida real había sido mucho más crudo que el suyo, hasta el punto final del guión, antes de que comenzase su nueva película y su nuevo amante.

Nadie le impedía salir a la calle, pero le avergonzaba el hecho de no poder acercarse a ella, de no poder cuidarla, besarla, echarse a llorar en sus brazos, y todo para nada. Simplemente por aceptar un papel que no le estaba destinado, por firmar un contrato en una película que no quiso compartir; no, él no era así, lo que más apreciaba de ella era su honradez, su dignidad, su calidad humana, y ahora iba a reencontrarse con esas virtudes de la misma forma en que las abandonó: quizás encontrándola por la calle junto a un cine, o tal vez esperando que echasen una de sus películas en el televisor. Pero aquél no era el momento de perderse el prólogo de la primavera, sino más bien de extraviarse en la lectura, en las exposiciones de arte, o en el finísimo aroma de marzo.

Después de todo, Greta Garbo no era la única mujer en el mundo.

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