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Crónica:CRÓNICAS DEL SITIO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Tras el 11-M

El duelo es el protocolo cultural que nos ayuda a reacomodar el espacio, el íntimo y el social, que la muerte deja vacío. A veces la recuperación del sentido de lo comunitario agujereado por la muerte se tuerce al conjuro de fantasmas telúricos que acechan en las reuniones que siguen a los funerales. Entonces, es mejor hablar a solas con el ausente.

Tras el 11-M, el dolor hubo de refugiarse en el ámbito privado de las víctimas supervivientes. Porque los representantes de los ciudadanos estuvieron pronto ocupados en discutir a grandes gritos sobre el peso electoral del inmenso boquete abierto por la dinamita en la malla de nuestra convivencia política. Todo dentro de la peor tradición española.

Luego compareció una madre agotada de llorar que reclamó el silencio social de los parientes enfrentados para que, doce meses después, la memoria de las víctimas pudiera encontrar acomodo en nuestro espacio político. El silencio de la ciudadanía, sobrecogido por el tañido de todas las campanas de Madrid, ha sido el precario material con el que hemos forjado esa imagen heroica y superviviente de una democracia fundada en el bosquecillo de los ausentes.

De forma que hoy sabemos que los terroristas no consiguieron resquebrajar nuestro sistema democrático. Aunque un periódico norteamericano haya percibido, con razón, que desde el 11-M los políticos españoles tienen perdido el decoro parlamentario.

Sin embargo, España es hoy una sociedad moderna e invertebrada difícil de romper. Resulta paradójico que la fragilidad en los vínculos sea compatible con la fortaleza del sistema en su capacidad de recomposición de las hechuras. Pero es que las sociedades modernas son redes entretejidas de múltiples maneras. Admiten muchas fracturas, muchas destrucciones parciales. Pero el conjunto se reacomoda.

La fortaleza de los Estados de derecho se guarda mediante la división de poderes. En nuestro Estado de las autonomías el poder público se divide horizontal y territorialmente. Y hoy España goza de vigor con la hechura de una nación de naciones. No es un contrasentido. Los nacionalistas, al menos los catalanes, saben muy bien que no sobrevivirían en una España territorialmente rota. Ellos conocen mejor que nadie que, en Europa, no es Luxemburgo quien quiere sino quien puede; y que éste no es su caso.

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Así que, a mi manera de ver, no ha hecho falta que un arzobispo o un presidente de gobierno oficie la ceremonia del duelo y del reencuentro con las víctimas. No es que me haya parecido mal, ni tampoco el duelo alternativo oficiado por el dirigente de una asociación de víctimas ante doscientos seguidores a otra hora distinta en el Retiro. Son manifestaciones de esa diversidad ecológica a la que me estoy refiriendo. Pero ni de su existencia ni de su ausencia depende el futuro de nuestra sociedad. Por suerte; porque, si dependiera de ellos, iríamos apañados.

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