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Tribuna:
Tribuna
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Aprovechando la tormenta

Cuando leí las primeras noticias sobre el hundimiento del túnel del metro en construcción en el barrio del Carmel de Barcelona, mi tendencia natural al optimismo me llevó a pensar que, más allá del dolor de los afectados y de la marejada política que se levantaría, esa desgracia serviría para poner remedio a unas prácticas lamentables en la contratación pública -y, a menudo, también privada- en este país.

Me equivoqué. El componente político ha sido el dominante en esta crisis. Se han discutido también las responsabilidades técnicas y económicas, vinculadas ambas a las políticas: quién había autorizado qué cambios en el proyecto, con qué informes técnicos se contaba, quién había supervisado o dejado de supervisar la marcha diaria de las obras... Asuntos todos ellos muy importantes, pero que olvidan, me parece, un problema que subyace en todo el sistema de licitación y contratación de las obras y contratos públicos en este país: el predominio del componente económico.

Hay que cambiar la forma de hacer las cosas para evitar incentivos perversos y fomentar conductas acordes con el interés de la sociedad

Más o menos, y en lenguaje no técnico, la cosa funciona así. La Administración responsable, directamente o a través de una empresa con la que contrata esa tarea, elabora el proyecto -habitualmente no muy completo- y la valoración de su coste. Sobre esa base, los distintos contratistas presentan sus propuestas. El criterio de decisión es, con demasiada frecuencia, el económico: se concede el contrato a aquel que haya ofrecido ejecutar la obra o prestar el servicio al coste más bajo. Esto permite a la Administración anunciar que cumple sus objetivos presupuestarios, y que está administrando con eficiencia los dineros de sus ciudadanos.

La fuerte competencia suele llevar a ofertas bastante por debajo del precio oficial de partida. Los del sector saben que ese precio no es viable. Pero como todos compiten a la baja, y el criterio de concesión será el del precio más bajo, no queda otro remedio que entrar en ese juego.

Luego irán apareciendo las consecuencias. El proyecto debe ir adaptándose a los cambios en las circunstancias, con el visto bueno del constructor y de la Administración que concedió la obra. Esas adaptaciones son, a veces, un procedimiento para adaptar el coste real del proyecto al precio licitado. Ya se cuenta con ello: porque no se previeron todas las incidencias (aunque algunas quizá eran previsibles, pero esto habría encarecido el estudio previo y quizá elevado el coste total de la obra). En todo caso, había que dejar alguna salida a la empresa que ofreció precios demasiado bajos, ya que todos sabían que eran demasiado bajos.

Y si no son los precios los que se ajustan, será la calidad la que estará en peligro. Si la empresa es seria -y la mayoría lo son-, no jugará con la calidad en aspectos esenciales, aunque a veces se pondrá en el límite entre lo que es una calidad aceptable y lo que no lo es, o lo que es una seguridad suficiente y lo que no lo es.

En definitiva, el sistema de licitación y contratación se presta a crear incentivos perversos. A la Administración, para reducir el coste inicial de las obras, a menudo a cambio de un mayor coste final, de una menor transparencia en los contratos y en su ejecución, y del riesgo de una pérdida de calidad y seguridad, que la Administración espera controlar con la ayuda de sus técnicos y con la presión de las sanciones contra las empresas incumplidoras. Y a las empresas que, si quieren jugar en el terreno de las obras y contratos públicos, deben afinar sus márgenes y quizá arriesgar la calidad y la seguridad en su trabajo.

Afortunadamente, la mayoría de las veces no pasa nada: la obra se acaba, más tarde de lo esperado, con un coste mayor, con una calidad suficiente y sin grandes accidentes o contratiempos para la constructora, para sus trabajadores y para los ciudadanos. El día de la inauguración, todos sonríen. El sistema funciona: ¿para qué cambiarlo?

Son accidentes como los del Carmel los que nos deben llevar a recapacitar sobre los defectos del sistema. El problema del 3% es grave, y habrá que hacerle frente; pero es otro problema: el de la financiación de los partidos, y el del abuso de las obras y contratos públicos como fuente de corrupción. Lo que aquí me ha ocupado es el de un sistema de licitación y contratación que evidencia fallos graves en la Administración y en las empresas.

Pero cambiarlo no es fácil. Supone, en primer lugar, cambiar las actitudes, motivaciones y capacidades de la Administración, su manera de licitar, los criterios con los que se decide conceder la obra a un contratista o proveedor o a otro, cómo supervisa la marcha de la obra y cómo autoriza los cambios en el proyecto. Y otro tanto debe ocurrir en las empresas contratistas y subcontratistas, en sus técnicos y directivos. Hay que cambiar la manera de hacer las cosas, para evitar incentivos perversos, y para fomentar las conductas más acordes con el interés de la sociedad, de los usuarios y de los que pagamos los impuestos.

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