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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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El papel de la Iglesia

Josep Ramoneda

SI LA CREENCIA es inefable porque se apoya en el misterio, la política religiosa es inescrutable porque se basa en el oscurantismo. La imposible claridad en las ideas se corresponde con la falta de transparencia en la organización. Forma parte de la leyenda de los cónclaves que el cardenal que entra como principal candidato a Papa sale como cardenal. La Iglesia católica española ha producido una de estas sorpresas, propias de organizaciones en que sus miembros están agrupados, como en todas partes, por afinidades teológicas, ideológicas o estratégicas, pero que raramente se hacen públicas para no perturbar la inspiración del Espíritu Santo. La lucha por el poder no tiene piedad, tampoco en la Iglesia católica. Y el cardenal Rouco Varela, que parecía tenerlo todo bien atado, se quedó sin sillón por un solo voto. Apareció el obispo Blázquez, de menos rango, que no parecía invitado a un papel estelar. E inmediatamente se han sacado conclusiones -se habla, por ejemplo, de una victoria de los moderados sobre los conservadores- que en realidad sólo son especulaciones, porque aquí las alianzas tácticas oficialmente no existen. Sólo vale la voluntad de Dios.

Con Blázquez, el PSOE parece contento, y la derecha, reticente. Blázquez se manifestó contra la ley de partidos y, como es sabido, el PP no perdona disidencias y mucho menos de los obispos. Pero hay que andar con mucho cuidado con estas apreciaciones porque no es lo mismo un obispo de diócesis que un obispo con alto cargo. Blázquez ya ha dado alguna muestra de su capacidad de adaptación: los nacionalistas vascos le recibieron como un intruso hace diez años y ahora lo cuentan como uno de los suyos.

La rapidez con que Zapatero ha concertado una cita con Blázquez hace pensar que el presidente sospecha que la parte de feligresía católica que le votó empieza a estar inquieta y que no le conviene mantener un frente abierto con la parroquia. Mientras la Iglesia siga dependiendo de los dineros del Estado, los gobernantes siempre tendrán margen de maniobra.

Una vez más la movida en la cúpula del poder eclesiástico plantea la cuestión de la laicidad, que es el principio que rige las relaciones entre Iglesia y Estado en una sociedad democrática. Tanto la Iglesia como la derecha han hecho mucha trampa transformando la laicidad en laicismo y presentándolo como una ideología poco menos que anticlerical. El principio de laicidad impone dos obligaciones al Estado: no actuar ni legislar sometido a ningún imperativo religioso; no intervenir en los asuntos internos de las religiones. Naturalmente, en justa correspondencia, obliga a las religiones a moverse dentro del marco de la legalidad vigente como cualquier otra institución civil. Esto es todo.

España no tiene un Estado laico, porque, aunque los gobernantes en principio -que no siempre- no actúan bajo presión religiosa, la Iglesia -una más que las otras- sigue teniendo privilegios en el Estado: en educación y en dinero, por ejemplo. Si el discurso sobre el laicismo que nos invade fuera honesto, la Iglesia empezaría por renunciar a los privilegios económicos que la hacen dependiente del Estado. Pero, naturalmente, con los dineros no se juega. La fe también hay que pagarla.

El argumento que se utiliza para justificar los privilegios de la Iglesia es que hace una función social importante. La principal función de la Iglesia es asistir a las necesidades de los ciudadanos en materia religiosa. Pero esto no es exclusivo de la Iglesia católica. Todas las demás pueden alegar la misma utilidad. Y, en cualquier caso, es una cuestión que concierne a cada ciudadano, no al Estado, porque pasó ya el tiempo de las religiones nacionales y de las alianzas entre la espada y la cruz. Algunos atribuyen también a las religiones una función de canalización de los resentimientos y de las frustraciones que contribuiría a la paz social, pero su eficacia es por lo menos discutible en tiempos en que los fundamentalismos -es decir, la potenciación religiosa del odio y del rechazo- acechan por todas partes. Es cierto que la Iglesia hace, a menudo, una función asistencial, supliendo déficit del Estado. Pero en esto no es distinta de otras organizaciones no gubernamentales. Y no parece que tenga que tener trato especial diferente del que tienen éstas.

Las Iglesias tienen el derecho a hacer su actividad en base a las libertades de creencia, de asociación y expresión que todos tenemos garantizados. Y al Estado corresponde protegerlas. Pero más allá de esto se rompe el principio de laicidad. Por tanto, empieza a contaminarse la sociedad democrática, que nunca puede conducirse por reglas determinadas desde la inefabilidad.

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