Nuestro nuevo 'Guernica'
Soy tu elección, tu decisión: sí, soy España". Palabras escritas en 1937 por el poeta W. H. Auden, en respuesta a la Guerra Civil española. Generaciones después, y España es ahora escenario de otra guerra que afecta a todos los europeos, todos los ciudadanos de cualquier democracia. Es una guerra que no la ganarán hombres con cañones y bombardeos aéreos. Es una guerra para evitar otra guerra.
A un lado de una amplia avenida de Madrid se puede ver el Guernica de Picasso, en el Centro de Arte Reina Sofía. La obra, seguramente la imagen artística de la guerra más famosa en el mundo moderno, conmemora el bombardeo de una ciudad durante la Guerra Civil española, y muestra, en trazos gigantescos y angulares de color negro, gris y blanco, partes del cuerpo distorsionadas y descuartizadas, piernas, brazos y, sobre todo, cabezas, con las bocas abiertas en un aullido de dolor. A pocos metros, al otro lado de la calle, está la estación de Atocha. Aquí, en la mañana del 11 de marzo del año pasado, se repitió Guernica. En el plazo de unos segundos, hombres y mujeres llenos de vida -madres, esposas, padres, hijos- se vieron despedazados por el impacto de las bombas colocadas en unos trenes de cercanías. Podemos imaginar sus bocas aún abiertas en un último aullido de dolor.
La idea central de esta conferencia tan bien pensada es que "el Gobierno democrático es la única forma legítima -y eficaz- de combatir al terrorismo"
Lo más extraordinario del pueblo español desde el 11-M es lo que no ha hecho. No ha contraatacado. No ha buscado chivos expiatorios musulmanes
Esta guerra (contra el terrorismo) se ganará o perderá no en un gran enfrentamiento, sino en un billón de pequeños encuentros cotidianos
El monumento a las víctimas en la estación de Atocha no es ningún Picasso. A primera vista, podrían ser dos máquinas expendedoras de billetes. Más de cerca, se ve que son dos estructuras que albergan unos teclados de metal en los que se puede escribir un mensaje de recuerdo o solidaridad, unido a una imagen escaneada de la mano. Entre las dos máquinas cuelgan grandes cilindros blancos en los que la gente puede escribir lo que quiera. "Nunca más", se lee en varios de ellos. "Aznar, Bush y Blair son los asesinos". Y un toque de optimismo polaco conmovedoramente agramatical: "No te quedes en desesperado. Polska".
Atocha
El monumento de Atocha no tiene ni pizca de grandeza artística. Pero su misma vulgaridad resulta apropiada, porque esta guerra se ganará o se perderá no en un gran enfrentamiento, sino en un billón de pequeños encuentros cotidianos, como los de los viajeros de un tren de cercanías.
Todo esto se entiende mejor dando un paseo más allá del museo del Guernica, hasta el barrio de Lavapiés, donde viven numerosos inmigrantes norteafricanos y donde solía encontrarse a varios de los terroristas islamistas del 11 de marzo. Aquí, en la calle de Tribulete, se puede ver la puerta metálica cerrada de uno de los locutorios desde los que los inmigrantes pueden hacer llamadas baratas a su país. El dueño de ese locutorio concreto, Jamal Zougam, utilizó su pericia en telecomunicaciones para preparar los teléfonos móviles que detonaron las bombas de los trenes por control remoto. Ahora, el local busca nuevo inquilino, pero en la puerta sigue habiendo un cartel que dice Locutorio Nuevo Siglo. Nuevo siglo, desde luego.
Lavapiés no tiene ningún ambiente de gueto. En sus calles estrechas están mezcladas las tiendas españolas y norteafricanas. Igual que las personas. Pero siento que es una sociedad que podría ir en cualquiera de las dos direcciones: el fortalecimiento de una coexistencia pacífica o una espiral descendente hacia una guerra urbana de baja intensidad.
Tal vez lo más extraordinario que ha hecho el pueblo español en el año transcurrido desde los atentados del 11-M es lo que no ha hecho. No ha contraatacado, no ha convertido en chivo expiatorio a marroquíes ni musulmanes de ninguna nacionalidad. Así lo afirma, aunque con cautela, un informe reciente de Human Rights Watch: "Por lo que sabemos, no se han dado casos claramente documentados de violencia racista que se puedan atribuir directamente a los atentados del 11 de marzo". Después cita al presidente de la asociación de trabajadores e inmigrantes marroquíes en España: "En general, la reacción ha sido ejemplar, propia de una sociedad que sabe distinguir entre unos cuantos terroristas y una comunidad".
Aun así, al hablar con la gente en Lavapiés se percibe una sociedad que puede dar un vuelco en cualquier momento. Un español, dueño de un bar, con la voz temblando por la indignación y el alcohol, me dice que odia a la gente como su antiguo vecino Zougam, el terrorista del teléfono móvil. "Si hubiera tenido un arma el 11 de marzo", dice, "les habría disparado yo mismo". Muhammed Said, un marroquí de 19 años que lleva zapatillas deportivas pintadas a mano, se queja de que ha aumentado el acoso de la policía desde los atentados. Hace sólo unos días, la policía dio una paliza a un amigo suyo y le confisco el móvil, ¡sólo porque en él se veía una foto de Osama Bin Laden! ¿Y su amigo considera un héroe a Bin Laden? Por supuesto. Pero Said está estudiando para ser fontanero, y dice que sus profesores son amables con él. Es un hombre en el vértice entre la integración y la alienación.
Pregunto a otro Muhammed ("llámeme sólo Muhammed"), un locuaz chico de 16 años, sobre los atentados cometidos el año pasado un poco más allá, en la estación de Atocha. Bueno, dice, no le gusta que muera la gente, "aunque sean cristianos y judíos". Pero en este caso, con lo que hizo Aznar en la guerra de Irak...
Palacio de Congresos
Más tarde, en un Palacio de Congresos fuertemente vigilado, a las afueras de la ciudad, estoy sentado con una prestigiosa pléyade de políticos, funcionarios internacionales y pensadores, en una cumbre conmemorativa que debate sobre "democracia, terrorismo y seguridad". La idea central de esta conferencia tan bien pensada es que "el Gobierno democrático es la única forma legítima -y todavía la única eficaz- de combatir el terrorismo". La conferencia quiere presentar, con la Agenda de Madrid, el plan de acción más amplio que se ha visto para dar una respuesta democrática al terrorismo.
Estoy deseando estudiar los resultados. Lo que hagan los Estados y las organizaciones internacionales importará mucho, desde la labor coordinada de los servicios policiales y de inteligencia hasta las políticas de inmigración, desde las diversas estrategias para la democratización de Oriente Próximo hasta la forma de prevenir la proliferación de las armas de destrucción masiva. Las políticas que deriven de aquí tendrán repercusiones directas sobre nuestras calles árabes, como dejan claro los comentarios de los dos Muhammeds.
Sin embargo, esta guerra para evitar una guerra más amplia sólo podrá ganarse si participan en ella los ciudadanos corrientes de toda Europa, mediante millones de contactos normales con gente de colores y credos distintos. Éstas son las experiencias que determinarán si los inmigrantes musulmanes ya tan numerosos entre nosotros se inclinan hacia el extremismo islamista -y, en su caso, el terrorismo- o se alejan de él. Ésta no es la "guerra contra el terrorismo", en la que los inmensos ejércitos y aparatos de seguridad de poderosos Estados se ven repetidamente desbordados por unas cuantas personas dotadas de aptitudes técnicas y dispuestas a sacrificar sus propias vidas. Es una guerra para impedir que esas personas quieran ser terroristas.
Un gran historiador francés dijo, en una ocasión, que una nación es "un plebiscito de lo cotidiano". También lo es esta guerra pacífica para evitar la aparición del terrorismo en las mentes enajenadas de hombres y mujeres corrientes. Es una guerra de pequeñas cosas, de actos mínimos y cotidianos. En la calle de Tribulete hay un restaurante árabe llamado La Alhambra que solían frecuentar varias personas acusadas de intervenir en los atentados del 11 de marzo. En él conocí a dos españolas que disfrutaban de la comida marroquí, estaban estudiando árabe e intentaban conocer mejor la cultura de sus vecinos. A pesar de que eran españolas y no llevaban ningún pañuelo, el árabe dueño del restaurante les dio una cálida acogida. Ésa también es la Agenda de Madrid.
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