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UN AÑO DESPUÉS DE LA MATANZA
Columna
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Respetar el dolor, recordar el horror

Soledad Gallego-Díaz

La memoria de la mayoría de los hombres es un cementerio abandonado donde yacen muchas vidas honorables, venía a decir Adriano en el libro de Marguerite Yourcenar. La expresión de la pena es un reproche al olvido, y la razón por la que se celebran actos que conmemoran las vidas de quienes murieron. Por eso, aun respetando el deseo de las víctimas del 11-M de que no se avive su dolor reproduciendo imágenes que identifiquen a sus deudos, sería bueno que todos mantuviéramos en la retina la brutalidad de los atentados terroristas y que las fotografías de aquella jornada no queden relegadas para siempre en los archivos. Lo que pasó el 11-M permanecerá en las vidas de las víctimas, pero en las nuestras irá desvaneciéndose hasta desaparecer, a menos que conservemos lo que quedó capturado en aquellas imágenes. Ocultarlas, como mantener inéditas las fotografías de las guerras, terminaría por cambiar la realidad: los atentados y las guerras destruyen a personas inocentes. No tiene sentido no verlo.

Y sin embargo, es un hecho que los medios de comunicación de todo el mundo reciben cada día más presiones de sus propios lectores o televidentes para que no reproduzcan las imágenes más dolorosas de acciones violentas o de catástrofes naturales. Ya no se trata de la supresión legítima de fotos morbosas, a las que se pueda reprochar una atracción malsana por acontecimientos desagradables. Ahora no queremos ver la foto de una madre indonesia ante el cuerpo sin vida de su hijo arrastrado por el tsunami, ni al padre iraquí que llora ante el cuerpo tapado de un niño destruido por un coche bomba en el centro de Bagdad. No queremos que nos expliquen lo que sucede en una hambruna con fotos de personas esqueléticas. Más del 60% de los lectores de prensa norteamericanos hubiera preferido que les contaran lo que sucedía en la prisión de Abu Ghraib sin publicar las imágenes de esas feroces prácticas interrogatorias.

A veces es lícito preguntarse si tras la teórica defensa de la dignidad de la víctima no se está extendiendo simplemente una maligna voluntad de ocultar la indignidad de su agresor. ¿No es lícito reproducir las imágenes de los supervivientes de los campos de exterminio nazis? ¿O las de la niña vietnamita quemada por el napalm?, ¿ocultaremos las imágenes más crueles de Darfur y defenderemos que lo hacemos para respetar la privacidad de los sudaneses? ¿Seguiremos tapando en las fotografías los ojos de un niño que se muere de hambre y diremos que lo hacemos como cortesía a su dignidad?

¿Tiene sentido que los medios de comunicación busquen y publiquen las fotografías menos desagradables de una guerra? El afán por ofrecer imágenes asépticas, frías y sin pasión puede llegar a hacer incomprensible el pasado. No se puede entender el final de una historia sin saber su inicio ni comprender una guerra o un atentado sin ver su gran crueldad. Respetar el dolor, ayudar a los familiares, huir de la morbosidad y de la truculencia, no debería conducir nunca a ocultar el horror. Las imágenes deben revivir siempre que sea necesario para ayudarnos a restituir la realidad.

Y pasando de realidades terribles a realidades mucho menos importantes, simples hechos cotidianos y mezquinos, quizás conviniese cuidar los archivos de nuestras televisiones. Por ejemplo, para evitar que se borre el vídeo del senador popular Ignacio Cosidó acusando en la Cámara alta a Gregorio Peces-Barba de ser el "comisionado para el amparo de los terroristas". Habría que conservar esas imágenes para no perder la memoria. Porque si se conservan los vídeos de Gregorio Peces-Barba y de Ignacio Cosidó, en el futuro los ciudadanos interesados podrán saber de primera mano quién fue cada uno, qué defendió cada cual y cómo se comportaron los dos en momentos difíciles y dolorosos.

El señor Peces-Barba llegó al Parlamento en 1977, con 39 años, y se marchó voluntariamente una década después habiendo superado victorias y derrotas, crisis y situaciones auténticamente dramáticas, sin haber proferido un insulto ni haber tenido nunca que avergonzarse de su comportamiento.

El señor Cosidó, de 40 años, no lleva ni 12 meses en el Senado.

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