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Columna
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Rostro y destino

Una se llama Angélica y la otra Pilar. Y sería tan hermoso no haberlas conocido. No llegar a saber quiénes eran, nunca, nunca jamás. Angélica González habría entrado mañana en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense. Ya no llevaría en la mano, como entonces, la novela A sangre fría, de Truman Capote, sino algún otro libro de los autores norteamericanos que acababa de descubrir y que la apasionaban, tal vez de Raymond Carver o Scott Fitzgerald, tal vez de John Cheever. Y quizá también llevase en su carpeta alguno de los trabajos que le encargaba su profesora del curso de doctorado, algo sobre Charlotte Brönte o Jane Austen, unas cuantas páginas, diez o quince, limpias y minuciosas, como siempre; y al salir de clase, puede que en lugar de volver al barrio de Santa Eugenia fuese en un autobús hacia el centro, ¿por qué no? Quién se atreve a decir que mañana no iba a ser el día en que conociese, por fin, a Trinidad Jiménez, la política del PSOE cuya foto había colgado en su habitación porque creía en ella. "Musita", le decía a su madre, desde sus 19 años tan llenos de pasadomañanas y ojalás, "me gustaría tanto hablar con ella, me fío de lo que la oigo decir por la radio o en los periódicos, y es tan distinta de los demás".

Mañana, Angélica habría tenido tanto que contar y éste artículo sería otro, y en los jardines de la Complutense no habría un monumento formado por un túnel blanco, un río simbólico, pequeño e interminable, y un raíl de tren con unos maravillosos terribles versos del escritor Edmond Jabés grabados sobre su hierro. Habría tenido muchas cosas que contar, por ejemplo de su viaje a Dublín. Qué experiencia, dos meses en aquella universidad y su inglés ahora iba a ser tan bueno, le abriría tantas puertas. En la nueva carrera que pensaba estudiar, Clásicas, le iría bien, seguro, con tanta ilusión que había puesto en hacerla. ¿Qué le habría parecido la novela de Rosa Montero que su madre fue a comprarle, dos meses después, a la Feria del Libro? Eso no hubiera pasado, tampoco. Su madre no se habría acercado al puesto donde firmaba Rosa para pedirle que, de todos modos, le dedicara el libro a Angélica, como si aún estuviese aquí. No, y nosotros no sabríamos nada de ella; pero de qué hablo, qué Angélica, qué marzo, qué trenes.

Y lo mismo pasaría con Pilar; ésa quién es, qué Pilar Manjón. Pilar no iría vestida de negro; ni pertenecería a ninguna asociación de víctimas de nada, qué disparate; ni la peor gente de este país la hubiera insultado por ir a la peluquería el día de su comparecencia ante la comisión del 11 de marzo; ni el cantante Joaquín Sabina le hubiese escrito esas coplas que la llaman "huérfana de su hijo" y "viuda de los trenes", que le dicen "ojalá en este poema / no saliera el pabellón / de la muerte en el Ifema, / Pilar Manjón". No, a quién se le ocurre, porque su hijo Daniel habría vuelto mañana a casa, como es lógico, y en su mesilla de noche no estaría a medio leer El proceso, de Kafka. Es tan fácil imaginar que, de hecho, hace ya mucho que ha dejado de hablar de ese libro a todas horas, como hizo cuando leyó El jugador, de Dostoievski, y que ahora está con qué, cuál iba a ser el próximo, ¿Tolstói, Chéjov, otro de Kafka, otro de Dostoievski? Si no hubiese habido entonces, ahora, Daniel ya tocaría mucho mejor la guitarra y quién sabe si hasta hubiese conocido al propio Sabina -hasta yo mismo pude habérselo presentado, quién se atreve a decir que eso es imposible- o a Luis Pastor, cuyos discos adoraba; me apuesto algo a que ahora mismo estaría escuchando el último, Pásalo, tarareando "quién pone nombre al olvido / y olvida qué nombre era. / Quién escribió su destino / en una bala certera. / Quién traiciona la esperanza / de los que ya nada esperan. / Quién hace del paraíso / un infierno en esta tierra". Seguro que aprendía a tocar esa canción de Luis, es tan fácil verlo si cierras los ojos, sentado en su cama, frente al letrero contra la guerra de Irak que ahora estaría clavado en su pared pero antes estuvo en la terraza de su casa, lo puso él y había sido el primero que se colgó en su barrio. Si hubiese sabido todo lo que decía, por debajo de sus propias palabras, ese cartel.

Angélica y Pilar. Son sólo dos ejemplos, pero dentro del 11 de marzo hay otros ciento ochenta y nueve. Los versos de Edmond Jabés grabados sobre un raíl dicen: "A tu ausencia le haría falta un rostro; a ese rostro, probablemente, un destino". Quién podría negarlo.

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