La herida del Carmel
Los hundimientos y desalojos en el barrio del Carmel se han convertido en el síntoma de nuestra sociedad, de aquello que se quería ocultar pero, al final, ha aflorado con todo su dramatismo. Una delicadísima situación en la que, ante todo, va la solidaridad a los vecinos afectados y el reconocimiento a los representantes políticos que llevan más de un mes haciendo lo que está a su alcance para ayudar a encontrar soluciones.
De las múltiples cuestiones que se entrecruzan en este hecho, quisiera resaltar dos: que hasta que no ha sucedido la desgracia se ha hecho caso omiso de los vecinos y que las deficiencias del sector de la construcción en este país llevan a estos accidentes; hundimientos evitables y previsibles en un sector que no se ha sintonizado con los tiempos e incumple a menudo las normas de seguridad establecidas.
Lo más grave es que el nuevo Gobierno de la Generalitat no haya cambiado las malas prácticas anteriores
Primero, es increíble la falta de sensibilidad de los técnicos responsables del proyecto y de las obras, que hayan incurrido en una desidia tan extrema hacia la realidad del barrio. Cambiaron el trazado y nunca se preocuparon de tantear con los vecinos de más edad y experiencia para saber algo de la historia de los terrenos que iban a perforar, para enterarse de que iban a intervenir en un barrio con pies de barro, casi autoconstruido, en unos terrenos de relleno y con arcillas de antiguas corrientes de agua. Una prepotencia y un desprecio por la realidad y la memoria típica de algunos de nuestros técnicos, que ignoran lo más fundamental: intervenir de manera inteligente en el territorio tiene que ver con saber interpretar los palimpsestos escritos por las generaciones anteriores en la materia de los suelos y las construcciones. Y lo que es peor, más de 200 quejas de vecinos avisando de movimientos y grietas fueron inatendidas hasta que la desgracia ha sucedido, una serie de viviendas entre medianeras que se han hundido y agrietado. Con ello se está pagando el precio de este abismo que han potenciado unas instituciones que nada quieren tener que ver con la participación de los vecinos.
La otra cuestión, la del sector de la construcción en este país, es aún más compleja. Estamos ante los efectos de un sector con grandes dificultades estructurales. La construcción ofrece productos -infraestructuras, equipamientos, viviendas, oficinas-, que han de competir en el sistema financiero, pero que no pueden ser productos como los demás. Detrás está un mundo con una lógica preindustrial, lleno de fisuras en su funcionamiento, que está presionado para ajustarse a la rentabilidad de las inversiones y que, para hacerlo, tiende a saltarse las normas de seguridad e higiene y a subcontratar sistemáticamente y en cadena. Quien ha trabajado en una obra sabe los múltiples riesgos que existen y que muchas veces no se hace caso de lo que los técnicos escriben en los libros de órdenes. La positivación del sector de la construcción, dominante en la economía española, que no puede tener una estructura como el del automóvil o el de la informática, pero que el mercado le presiona para que lo sea, que en realidad está desestructurado y es anacrónico, no es tarea fácil. Pero ello no justifica que las administraciones sigan desentendiéndose de su responsabilidad sobre un sector tan lejano a los criterios de precisión y eficacia, y sigan adjudicando las obras a la baja y a las ofertas más baratas. En el mundo de la construcción, los propietarios del suelo se llevan la mejor tajada del pastel; el resto se debe repartir entre muchos, desde las promotoras, constructores, industriales, contratistas y subcontratistas hasta las ingenierías, los técnicos y los trabajadores; al final lo que queda son unas migajas que llevan a ahorrar hormigón y armaduras donde eran imprescindibles.
Justo hace un año, en febrero de 2004, entregábamos un informe sobre el estado de la vivienda en Cataluña para el Colegio de Arquitectos, que fue guardado en su estante y que con dificultades llegó a los responsables de la Generalitat a quienes iba dirigido. Se estructuraba en 15 preguntas y, precisamente, la última era la exigencia de que se positivara urgentemente un sector de la construcción con graves deficiencias y prácticas. La gran atomización y fragilidad de las empresas existentes ha dilapidado la experiencia de los antiguos artesanos y no permite que ninguna de ellas dedique los esfuerzos necesarios para la investigación y mejora, tal como hacen las empresas de otros sectores. Salvo honrosas excepciones -hay en Cataluña buenas inmobiliarias, promotoras y constructoras, pero aún son minoría-, la mayoría no tiene interés en hacer bien las cosas, ya que en el mercado todo consigue certificado final de obra y todo se vende.
Tal como funcionan los encargos de la obra pública, una catástrofe como esta era previsible. Lo más grave es que el nuevo gobierno de la Generalitat no haya cambiando las malas prácticas de sus antecesores. Por desgracia, el derrumbe en el Carmel nos abre los ojos para ver atónitos que la Barcelona de Porcioles y la Cataluña de Pujol siguen totalmente vigentes y que los partidos aliados en el Ayuntamiento y en el gobierno tripartito han primado las acciones de embellecimiento y los despilfarros del Fórum 2004 antes que la mejora real de los barrios menos favorecidos. Además del drama personal y de la tremenda injusticia para quienes han perdido su lugar para habitar, es un aviso de que las buenas intenciones del gobierno de Maragall pueden quedar en nada si se empeña en seguir haciendo las cosas tan mal como sus antecesores. Cambien, para empezar, la manera de tratar a la ciudadanía, escuchando lo que saben y dejando que se genere una verdadera cultura de la participación; y cambien la manera de adjudicar, contratar y controlar la calidad de las obras públicas, poniéndose como objetivo una radical y paulatina optimización del sector de la construcción.
Josep Maria Montaner es arquitecto.
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