La reforma fiscal que necesitamos
La reforma fiscal debería reducir, según el autor, la complejidad del actual sistema, congelar la presión fiscal y aumentar la corresponsabilidad.
Las bajadas de impuestos no determinan el resultado de unas elecciones, pero ayudan a ganarlas. Esta máxima, aplicada frecuentemente en todo el mundo, ha hecho que en los programas electorales de las principales fuerzas políticas españolas siempre aparezca un apartado dedicado a una nueva reforma fiscal. Por su delicada naturaleza, estas iniciativas deben ser sometidas a un escrupuloso análisis, que yendo más allá de los intereses políticos, permita determinar si verdaderamente es necesaria y, en su caso, en qué medida.
Hasta hace años, los grandes cambios en la fiscalidad solían justificarse con problemas de crecimiento o de distribución de riqueza. Hoy hay que añadirle un tercero: la globalización, que condiciona notablemente las dos anteriores.
Aunque el ritmo actual no es tan alto como en los noventa, no se puede decir que en estos momentos haya un problema de crecimiento económico en España. A los agentes sociales les preocupa cómo mantener esta evolución, pero más que reformas fiscales lo que demandan son políticas de mejora de la competitividad empresarial relacionadas con la capacidad innovadora, la educación y la internacionalización. Es decir, lo que se necesita es utilizar mejor los recursos públicos. Otra cosas es que, salvo que el Gobierno se atreva a hacer una de las reformas más importantes que tenemos pendientes, la modernización de la Administración Pública, esto sea posible. Con la rigidez actual de la estructura del gasto público parece casi imposible.
Desde luego, hay pocas personas que estén contentas con los impuestos que soportan. Todo el mundo desea pagar menos y el número de individuos satisfechos con la relación carga fiscal-servicios públicos que reciben es muy escaso. Pero, de ahí a que exista un problema social en torno a como se distribuyen las cargas fiscales entre las diferentes clases sociales hay un abismo. Las rentas más bajas y las más altas tienen, comparativamente con el resto de Europa, uno de los mejores marcos fiscales. La clase media, que es la que mayor presión fiscal soporta, no se siente abrumada por los impuestos como demuestra la evolución del consumo interno nacional, que no podría crecer como viene haciendo en un país en el que la clase más significativa en número estuviese oprimida por el marco tributario.
Aunque la globalización es un factor relativamente nuevo, la fiscalidad hace siglos que se ha utilizado para defender los tejidos productivos de los países ante fenómenos similares. El ejemplo mejor conocido fue el Mercantilismo, cuyo principal exponente fue el ministro de Luis XIV, Jean Baptiste Colbert, y cuya filosofía no termina de ser desterrada del todo, a pesar de lo perjudicial que ha sido para la economía mundial. El entorno en el que vivimos es totalmente diferente. La desaparición de las fronteras ya no permite estrategias defensivas similares y ha hecho necesarios marcos fiscales que atraigan inversión y que fomenten la apertura económica. Eso es precisamente lo que ha hecho España en la última década. Gracias, por ejemplo, al tratamiento que reciben las plusvalías, la reinversión de beneficios de empresas o los dividendos de filiales en el exterior, este país ha recibido más inversión que nunca del extranjero y ha evitado la salida del ahorro nacional hacia otros destinos. No es una casualidad que no se esté produciendo una deslocalización masiva de la industria. Estas medidas han permitido mantener los centros de decisión de las empresas aquí, lo que representa una garantía para su permanencia. Teniendo en cuenta lo difícil que resulta crear este entorno favorable y lo fácil que es destruirlo, no parece que este sea el momento para introducir grandes cambios en él.
Como vemos, no se dan las condiciones básicas para que haya una gran reforma fiscal. Esto no significa que no haya que hacer retoques. En primer lugar, porque no resulta razonable que siga creciendo la presión fiscal, décima a décima, como sucede últimamente. La economía esta creciendo, lo que está permitiendo incrementar los ingresos de Hacienda a un ritmo superior al PIB. Antes nos referíamos a lo difícil que resulta reducir el gasto de las administraciones. Tampoco, en pleno siglo XXI, parece normal que la actividad del sector público gane peso en el PIB mediante un aumento de esta partida. El incremento de los ingresos fiscales ha generado un colchón que permite llevar a cabo una bajada moderada de los impuestos. Desde un punto de vista económico sería bueno para la competencia del país que se redujese la carga fiscal de las empresas, pero políticamente resulta más correcto repartirlo entre los ciudadanos. Con independencia del criterio que el Ejecutivo desee aplicar, es imprescindible que ningún sector se sienta perdedor ante los cambios que se produzcan.
En segundo lugar, porque la evolución de las competencias autonómicas exige retocar su sistema de financiación. Educación, Sanidad e Inmigración son áreas en las que van a tener que invertir más. Para que las actuaciones en estos ámbitos se hagan de forma racional, los gestores de gastos deben tener una mayor responsabilidad en la definición de la política fiscal. Si no se hace así, le reforma traerá una disminución de la presión fiscal de origen estatal que se verá superada por un mayor endeudamiento, a través de instrumentos poco transparentes, de las Comunidades Autónomas, tal y como ya sucede en algunas de ellas.
Y en tercer lugar, porque los impuestos han alcanzado tal complejidad que ya ni siquiera las personas que tengan la suerte de contar con los servicios de un asesor fiscal están a salvo. En estos momentos necesitarían un asesor por Comunidad Autónoma. Lo adecuado es que vayamos hacia unos impuestos más simples, con menos tramos en el IRPF -tal y como han hecho los siete últimos países que han realizado reformas fiscales en la UE- y con unas normas autonómicas que permitan a cada región atender a sus necesidades específicas sin que sus ciudadanos tengan que luchar contra normativas fiscales de imposible comprensión.
Que no estemos en una situación que demande una gran reforma fiscal no significa que no tengamos que ir estudiando el futuro. Tal y como parece que están evolucionando los mercados mundiales, es posible que el actual sistema fiscal europeo tenga que replantearse. A largo plazo parece difícil que las empresas puedan competir con otras que, además de costes laborales menores, tengan una presión fiscal muy diferente. Como medida defensiva, algunas voces están ya pidiendo la drástica reducción de los impuestos directos, que sólo pagan los ciudadanos y las empresas europeas, y la elevación de los indirectos, que también pagan los productos que llegan del exterior. Aunque ésta es otra batalla, de horizonte más lejano, sería conveniente que el Ejecutivo impulsase este debate en el seno de la UE.
La conclusión de estas reflexiones es que necesitamos pequeños retoques en el actual marco fiscal, que reduzcan su complejidad, que impidan el crecimiento de la presión fiscal y que favorezcan una mayor corresponsabilidad entre los gobiernos centrales y autonómicos. En ningún caso estas modificaciones deben introducir incertidumbre, ni perjudicar a la inversión y al ahorro. Las grandes reforma fiscales seguramente serán necesarias a más largo plazo. Éstas tendrán que realizarse dentro del marco europeo, como reacción a la dificultad que tiene competir con países que, además de menores costes laborales, disfrutan de grandes ventajas fiscales. De esta reforma no sólo dependerá la competitividad de todo el tejido productivo europeo, sino también la viabilidad del sistema de bienestar continental.
Fernando Casado es director general del Instituto de la Empresa Familiar y catedrático de Economía de la Empresa.
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